¿Qué se recordará del MAS en 50 años?

El “proceso de cambio” desde el punto de vista de la Historia

Fernando Molina

En su clásico ensayo “Las masas en noviembre”, referido a los acontecimientos de 1979, René Zavaleta observó que tras ellos se podía intuir la progresiva formación de un movimiento democrático; por primera vez, el pueblo trabajador había enfrentado el golpe del coronel Alberto Natusch Busch no en pos de consignas económicas o revolucionarias, sino por la democracia. Zavaleta también se fijó en que los indígenas, y en particular los aymaras, habían pugnado por actuar autónomamente en esta batalla. Que dejaban de ser, entonces, personajes secundarios de los dramas políticos nacionales. Si bien este movimiento todavía estaba, en el momento en que Zavaleta escribía, mediatizado por una izquierda de clase media y blanca, la UDP, que lo representaba en el campo político, este autor profetizaba que evolucionaría y, a la larga, terminaría por llevar directamente a los “plebeyos” al poder. El Movimiento al Socialismo (MAS) cumplió esta profecía el 22 de enero de 2006. Este fue el mayor cambio histórico introducido por el proceso político que comenzó esta fecha –para responder directamente al interrogante que se nos ha planteado: ¿Qué se recordará del MAS en, digamos, 50 años?– Fue la primera vez en la historia boliviana que un movimiento campesino y sindical popular llegaba directamente al poder. Sin duda, esto quedará en los anales nacionales como una hazaña extraordinaria.

Esta fue posible gracias a la continuidad y a la relativa profundidad logradas por la democracia en las dos décadas previas a la fecha señalada, aunque al mismo tiempo el cambio ocurrió, en opinión de sus principales protagonistas, en contra y para superar lo realizado en dichas décadas. Una paradoja típica de la democracia.

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Algunos de ustedes quizá quieran cuestionar la afirmación que acabo de hacer. Desde el comienzo de la existencia del MAS, sus críticos han dudado de la legitimidad de su rótulo popular. Una de las formas en que lo hicieron fue negar que el líder de este partido, Evo Morales, fuera realmente indígena. Para refutarlo usaron, principalmente, razones lingüísticas: Morales tenía dificultades para hablar en el aymara de su madre o en el quechua de su entorno laboral y vital; ergo, no era indígena. Mario Vargas Llosa, por ejemplo, decidió que el presidente boliviano era un “mestizo” por su forma de hablar y no dejó de añadir, con retintín racista, que además era “astuto”, es decir, avivado –como la literatura criolla ha supuesto siempre que sean los cholos–, ya que se hacía pasar por un modesto y mal vestido indio para lograr sus objetivos políticos.

Estas críticas no tomaban en cuenta –de forma inconsecuente, porque en otros casos sí reconocían– los cambios que vivían los indígenas bolivianos como resultado de los procesos de modernización y de las presiones del racismo crónico de la sociedad. Uno de estos cambios ha sido, como se sabe, el abandono por parte de estos de los idiomas nativos, que hacen vulnerables a quienes saben manejarlos, y una paralela inclinación hacia el monolingüismo castellano, que está asociado a un mayor estatus social.

Por otra parte, la biografía de Morales es incontestable. Ningún otro presidente boliviano, ni Belzu, que tenía ascendencia árabe, ni Melgarejo, que era alto y barbado, ni Santa Cruz, que pertenecía a la élite criolla; ningún otro presidente ha tenido una cuna tan modesta, tan rural y tan indígena como Evo Morales.

También se ha señalado varias veces que el “entorno evista” estaba constituido por elementos de la clase media, como Álvaro García Linera, Juan Ramón Quintana, Carlos Romero, Gabriela Montaño, Adriana Salvatierra, etc. Todos ellos ocuparon importantes cargos ejecutivos y parlamentarios en los tres gobiernos de Morales. Esto es indudable, pero también hay que señalar que todos ellos fueron invitados al MAS cuando este ya se aprestaba, contra sus propias expectativas, a tomar el poder. Y que a esa posición expectante y al borde del poder lo habían llevado Morales, Santos Ramírez, Leonilda Zurita, Silvina Cuellar, Román Loayza, David Choquehuanca, Walter Delgadillo, Huracán Ramírez, Abel Mamani y muchos otros líderes populares.

Al mismo tiempo que el entorno “clasemediero” que he mencionado se iba haciendo fuerte en las estructuras políticas del país, el núcleo campesino, obrero y vecinal se mantenía como un factor importantísimo, tanto de gobierno como de gobernabilidad, en los sucesivos gobiernos del MAS. Aunque, por otra parte, este núcleo no dejase de expresar unas deficiencias educativas y performativas que cabía esperar de los indígenas y los pobres en una sociedad racista y fuertemente desigual como la boliviana. A consecuencia de estas deficiencias, se produjeron algunas cooptaciones de parte del “entorno” y de otros operadores blancos y de clase media. También hubo ciertos “blanqueamientos” sistémicos, como las normas para garantizar que los funcionarios públicos fueran profesionales universitarios, normas aprobadas para resistir las presiones realizadas por los sindicatos a fin de colocar directamente a sus representantes en el aparato público. Estas cooptaciones y blanqueamientos quizá podrían haber seguido extendiéndose hasta generar una situación parecida a la “paradoja señorial” de la Revolución Nacional que teorizó Zavaleta, pero el proceso fue interrumpido por la crisis de 2019. Desde entonces, la tendencia al enclasamiento de los jerarcas masistas en la élite ha quedado bloqueada por la polarización entre este partido y la clase media opositora; y los campesinos y semi-campesinos con conciencia de clase han seguido pisando fuerte en las estructuras del oficialismo. La citada tendencia hacia la “paradoja señorial”, sin embargo, sigue existiendo, como muestra, por ejemplo, el caso del ministro de Justicia Iván Lima, interlocutor de la élite dentro del gabinete de Luis Arce. Con lo que quisiera que nos quedemos es con lo siguiente: los gobiernos del MAS, pese a haber tenido mucho poder en su momento, han sido gobiernos subalternos, un oxímoron interesante y que probablemente dará que hablar a la sociología boliviana.

Una vez planteada la premisa de que con el MAS los indígenas y plebeyos llegaron directamente al poder, podemos preguntarnos: ¿Qué es lo que hicieron en él? y evaluarlo desde un punto de vista histórico, desde el largo plazo. (Si no se adopta este punto de vista, muchas de las afirmaciones que vienen resultarán incomprensibles o absurdas para los lectores).

 

El péndulo extractivista

Alguna gente de la izquierda cree en el mito de la superioridad histórica y moral de los desposeídos, un mito que se remonta al cristianismo, pasando por Marx y Hegel. Esta gente esperaba, en consecuencia, que estos seres humanos sin propiedad y, además, estos seres humanos que provenían de civilizaciones resistentes al capitalismo, gobernaran en ruptura completa con la cultura política boliviana, que cabe describir, someramente, como extractivista, rentista, empleomaniática, inmediatista, autoritaria, caudillista y racista. Estas gentes se pegaron una gran decepción al constatar que, ¡oh, sorpresa!, no era así, y entonces en su mayoría pasaron al campo de la oposición más ferviente. Estoy pensando por ejemplo en Silvia Rivera, en Luis Tapia, en Alejandro Almaraz y otros que seguramente ustedes podrían nombrar. Quienes no estábamos intoxicados por este mito, en cambio, sabíamos desde el comienzo que el MAS no podría eliminar el caudillismo, el clientelismo y otros ismos bolivianos porque los mismos tenían causas profundas y estructurales, que este partido, además, no tenía muchas posibilidades de enfrentar, en la medida en que su proyecto de cambio constituía un momento más en la oscilación del péndulo extractivista de nuestra historia, cuya curva dura más o menos 20 años, y ora se inclina hacia un orden liberal, ora hacia un orden estatal.

Al mismo tiempo, tampoco era cierto lo que la derecha empezaba a decir, esto es, que todos los males que empezaban a hacerse patentes en el “proceso de cambio” acababan de ser inventados y patentados por el MAS, que no se debían a la cultura política boliviana, y que nada tenían que ver con los determinantes estructurales de una sociedad pobre y basada en la explotación de recursos naturales. De este modo, claro está, estos opositores querían –y quieren– enfatizar la culpabilidad del MAS para llevar agua a su molino político.

Creo, por el contrario, que la Historia mostrará al “proceso de cambio” como una más de las concreciones, temporales y acotadas, de un conjunto de fuerzas y disposiciones de larga duración dentro de la sociedad boliviana. Por tanto, en medio siglo, el llamado “proceso de cambio” va a ser considerado como otro gran proyecto extractivista igual que el neoliberalismo y, antes que él, el capitalismo estatista del 52 y, todavía antes, el liberalismo estannífero y, primero que todo, el liberalismo argentífero. Para no remitirnos hasta la Colonia… Los plebeyos en el poder no han cambiado este círculo encantado de la Historia, sino que han tratado de beneficiarse con él, como antes hicieron también los miembros de la élite tradicional.

Por supuesto que hay grandes diferencias entre el modelo de desarrollo neoliberal y el modelo de desarrollo capitalista de Estado, en especial en cuanto a qué sectores de la sociedad ganan y cuáles pierden con cada uno de estos modelos. En el neoliberalismo, gana la élite tradicional, la mejor preparada para aprovechar la inserción sin atadura del país a la economía capitalista. Impera la racionalidad instrumental, que favorece a los fuertes sobre los débiles. En el capitalismo de Estado, gana la contra-élite burocrática, que “parte y reparte” el pastel de la riqueza existente e impera la racionalidad corporativa, que favorece a los grupos organizados por encima de los individuos aislados. Sin embargo, ambos modelos son igualmente extractivistas y por tanto rentistas –siendo distintos los beneficiarios principales de las rentas que generan: las camarillas empresariales versus los grupos sociales de presión–; ambos son igualmente desistitucionalizadores, aunque las instituciones que destruyan sean distintas en cada caso –el neoliberalismo destruye las instituciones estatistas, es privatizador, mientras que el estatismo elimina las instituciones neoliberales, es nacionalizador–; ambos son insostenibles a largo plazo, como se ha probado ya históricamente, aunque alguno pueda durar más que el otro y, finalmente, ambos son caudillistas, aunque en uno puedan haber caudillos más grandes y populares que en el otro.

Puesto que este tiempo de cambio plurinacional está “embutido” dentro del destructivo péndulo extractivista que modela la historia nacional, probablemente su legado institucional desaparezca detrás de él. Recordemos que, un lustro después de la caída de Gonzalo Sánchez de Lozada, pocas instituciones que este había impulsado con aparente éxito seguían existiendo. En los próximos años, sin embargo, conforme el capitalismo de Estado presente más problemas de funcionamiento, es posible que algunas de estas instituciones neoliberales, aggiornadas de acuerdo a los tiempos, vuelvan a tener aliento. De igual forma, probablemente aquello que se desvanezca tras el fin del “proceso de cambio” volverá a resurgir décadas después. Tal ha sido la lógica de la historia boliviana hasta ahora.

 

En el campo económico

¿Quiere decir esto que no hay progreso histórico? Sí y no. En términos estrictamente económicos, lo que estos proyectos extractivistas de distinto signo han dejado, digamos que para el futuro, es una capa más de infraestructura construida (entendiendo “infraestructura” en un sentido muy amplio: construcciones, pero también ciertas obligaciones estatales y ciertos modos de actuación), cuya acumulación sobre las otras capas va formando el tronco de la modernidad boliviana. Entonces, sí. Es obvio que no es concebible volver a un tiempo sin mercado, sin agroindustria, sin vertebración carretera, sin electricidad y agua potable o sin redes de internet. Tendría que ocurrir una catástrofe para que algo así pasara. Pero esta es una modernidad exterior, porque la mentalidad económica que se encuentra dentro de ella continúa siendo muy parecida a lo largo del tiempo, a pesar del tiempo transcurrido: rentista, anticompetitiva, etc. Este es –o podría ser– el “carácter conservador de la nación boliviana”, para usar un título del HCF Mansilla con el que este autor no siempre es consecuente.

 

En el campo político

En el campo político, se recordará esta del MAS como una de las “revoluciones políticas” de la historia nacional. Entiendo como “revolución política” a la sustitución completa de una élite política por otra, a un cambio que afecta a todos los grupos dirigentes del campo político. La llegada al MAS al poder y su consolidación en él causaron el desplazamiento radical de la élite política previa, la desaparición de los partidos en los que estaba organizada y la salida de escena de sus dirigentes. No necesitó emplear una gran cantidad de violencia para ello; le bastó el uso del lawfare (judicialización), que sumó al efecto del desprestigio natural de los partidos neoliberales por el abucheado papel que habían cumplido con anterioridad. Esta atenuación de la violencia fue un resultado de la democracia, que, como se ve, es una innovación con consecuencias mucho más perdurables (y dignas de conservar) que los famosos modelos extractivistas.

La radicalidad del recambio de élites políticas fue un resultado directo de la condición social del MAS, puesto que en otros procesos de este tipo las relaciones sociales entre los que llegaban y los que se iban, todos miembros de la misma élite social, atenuaba los deseos de los primeros de hacer tabula rasa. Por esta razón muchos sostienen que la desinstitucionalización que propició el MAS no tiene parangón histórico. Creo que esa percepción se debe más bien a que nunca antes hubo instituciones estatales de las que se hubieran removido de manera integral a los miembros de la élite, que ha sido la poseedora tradicional del capital educativo del país. Ciertamente que ha habido otras revoluciones políticas en el pasado, pero ninguna dentro del marco democrático: la Revolución Federal sacó de en medio a los constitucionales chuquisaqueños y entronizó a los liberales paceños, que eran otro sector, el emergente, de la élite; luego hubo un compromiso ambos grupos y, en la práctica, se fusionaron. La Revolución Nacional –revolución social además de política, porque cambió significativamente la naturaleza de las relaciones de producción– comenzó colocando en la dirección del Estado a la parte más empobrecida de la élite, en alianza con ciertos sectores subalternos, pero acabó readmitiendo a muchos elementos de la “rosca”, la cúpula oligárquica que había vencido (este fue uno de los aspectos de la ya mencionada “paradoja señorial”). La reconquista de la democracia en 1980 echó a los funcionarios y líderes comprometidos con las dictaduras militares que, si bien se reciclarían a través de Acción Democrática Nacionalista de Hugo Banzer, lo harían bastante después.

También ha habido transiciones más moderadas y entremezcladas, como la revolución republicana de 1920 o la revolución restauradora de Barrientos en 1964.

La gestión del MAS también pasará a la historia, me parece, como un cuadro de continuidad de ciertas costumbres políticas muy arraigadas y ciertos hábitos mentales inveterados, aunque dentro de un periodo indudablemente diferente del resto de la historia nacional, que es el periodo democrático. Esta etapa es inusual, extraordinaria, y se explica en buena parte por el consenso internacional sobre este modo de gobierno que se dio paralelamente.

Si comparamos los gobiernos del MAS con los otros que hubo en este mismo periodo, el democrático, me parece que salen ganando en cuanto al autogobierno o gobierno de la mayoría, que es uno de los ideales democráticos, y por eso han sido ampliamente reconocidos por las potencias occidentales; y que salen perdiendo en cuanto a pluralismo y Estado de Derecho. Sin duda, durante la veintena de años que duró la “democracia pactada”, ser minoría y estar dentro de la oposición de tipo parlamentario no era tan peligroso como lo es ahora; y si bien el sistema de justicia estaba cooptado políticamente y era corrupto, esta cooptación no era monopartidaria y por eso la corrupción estaba más acotada y no se había desbordado, como ocurre ahora; en tercer lugar, si entonces había represión contra los opositores extraparlamentarios, a veces sangrienta (para mencionar tres casos: la masacre de Amayapampa, la “guerra del agua” en Cochabamba y el “octubre negro” en El Alto), normalmente esta no se traducía en lawfare (con solo pocas excepciones, como la defenestración de Édgar Oblitas de la Corte Suprema de Justicia y el apresamiento de Manuel Morales Dávila).

Si se comparan los gobiernos del MAS con otros de fuera del periodo democrático, no creo, como algunos dicen ahora, que sean peores en términos democráticos. Hace poco la presidenta de la Federación de Periodistas, Zulema Alanes, declaró que hoy estamos “peor que durante las dictaduras militares”; pienso que esta esa es una exageración retórica. Para dar solo un argumento, tanto Alanes como otros opositores como Ronald MacLean, Jeanine Añez e incluso Luis Fernando Camacho pueden decir en los periódicos y las televisiones que vivimos en una dictadura, lo que sin duda hubiera sido imposible bajo Banzer o Luis García Meza, especialmente si se trataba de alguien en la ubicación de Añez o de Camacho.

Si Alanes se refería a la libertad de expresión, no creo que el periodo del MAS pase a la historia como uno particularmente duro. Ha habido incidentes, despidos, presiones indebidas, normativas malintencionadas, pero corresponde al narcisismo de los periodistas creer que están “peor que en las dictaduras militares” en un tiempo en que es posible publicar todo, e incluso generar oleadas de indignación o de preocupación económica desde los medios de comunicación.

En todo caso, no se deben ignorar las tendencias iliberales del MAS, que se originan en el sustrato corporativo del que emerge, y que se agravan por la influencia de ciertas ideologías revolucionarias sobre el pensamiento izquierdista nacional. Ahora bien, dicho esto, no podemos pensar que el MAS introdujo el reeleccionismo o el “semi-bipartidismo sucio” en nuestra historia. Es conocido que otros presidentes del pasado intentaron reelegirse constantemente, con iguales resultados catastróficos que los obtenidos por Evo Morales. Y el “semi-bipartidismo sucio”, es decir: la lucha entre un partido parlamentario hegemónico y un partido o un grupo de partidos parlamentarios contra-hegemónicos que están autorizados a hacer oposición; pero, al mismo tiempo, se hallan impedidos de llegar al poder por la vía electoral. Ha sido el sistema de partidos más común de la historia boliviana. La “democracia pactada” fue una excepción neta en esta historia, que probablemente se debió a la ausencia –por distintas razones que no tengo espacio para explicar aquí– de un partido/caudillo hegemónico en tal lapso.

El lawfare comenzó, hasta donde podemos saber, con las guerras y los juicios entre pizarristas y almagristas, es decir, desde las primeras jornadas coloniales.

Por otra parte, el MAS ha encarnado y, por tanto, ha dado continuidad a muchos clivajes repetitivos de nuestra formación social (la tensión entre los territorios del norte y los de sureste, o entre las culturas regionales y las culturas migrantes, o entre desarrollismo y naturaleza), aunque desde una perspectiva completamente nueva, porque el sujeto social también ha sido nuevo. Esta novedad también dejará huella en la historia.

 

En el campo social

Lo más pionero y original de este tiempo, se halla en el campo social. En tanto se trata de la introducción de nuevas instituciones, no podemos estar seguros de que perdurarán. Probablemente terminen sucumbiendo en las garras de la polarización a la que conduce inevitablemente el péndulo extractivista y en las del racismo ancestral de la sociedad boliviana ¿De qué hablo? De la valoración que se ha hecho en este tiempo masista de los capitales lingüísticos, simbólicos, culturales, religiosos, históricos y biológicos de los pueblos indígenas, capitales que previamente habían sido marginalizados y despreciados por la cultura criolla castellanohablante y eurocentrista, y por el proyecto de construcción monocultural de una república mestiza. Esta revaloración de los capitales indígenas se ha expresado en las formas del Estado Plurinacional, su ceremonial y simbología, y en varias acciones de afirmación positiva como las jurisdicciones especiales indígenas, las cuotas en ciertos órganos del Estado y los mensajes obligatorios contra el racismo en los medios de comunicación. Es verdad que estas políticas se trancaron en un estadio puramente político y no llegaron a penetrar realmente en la sociedad, por ejemplo, mediante una real exigencia de uso en el Estado de los idiomas nativos o el establecimiento de cuotas indígenas en la educación elitista. Aún así, constituyeron una novedad radical: los gobiernos del MAS han sido los menos racistas que hemos tenido, sin dejar de serlo del todo.

Lo que parece será una consecuencia irreversible y perdurable de esta época es el cambio en la subjetividad del movimiento trabajador e indígena, que ha creado al MAS y lo ha sostenido contra viento y marea porque ha significado para él, como ya dijimos, un mecanismo idóneo para acceder al poder político del país. El MAS, como tal “instrumento político”, posiblemente mutará hasta hacerse irreconocible en los próximos años; pero, esta nueva subjetividad no desaparecerá y tendrá que ser representada por el sistema político, por las buenas o por las malas. Esperemos que sea por las buenas y que la élite no se oponga a ello, que así se despoje, empujada por la democracia, de su ethos señorial. Esperemos también que eso dé lugar a nuevos partidos más interculturales e interclasistas que, paulatinamente, vayan sacando a Bolivia del ciclo privatización-nacionalización-privatización y superen así, consistentemente, la polarización política boliviana.

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