La enfermedad del alma

Alberto Buela

Platón en el libro X de las Nómoi=Leyes, el más extenso y uno de sus últimos

Diálogos se ocupa de refutar a los malos poetas y a los malos filósofos.

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Allí combate tres ideas con el objetivo de liberar a sus conciudadanos de la impiedad, acebéia, delito por el cual se lo había condenado a Sócrates. a) las de aquellos que sostienen que no existen los dioses; b) la de los que afirman que existen pero que no intervienen en los asuntos humanos y c) que a los dioses se le gana la voluntad con ritos externos como los sacrificios y las donaciones.

A la primera cuestión responde que, observando que al cosmos lo caracteriza la movilidad, sea por traslación, generación, corrupción, división, composición, disminución, aumento, etc., la razón colige que el movimiento tiene una causa última que mueve sin ser movida y esta es Dios, al que denomina el Rey del mundo, con lo que manifiesta cierto monoteísmo.

Años después su discípulo Aristóteles en el libro lambda de la metafísica hará, mutatis mutandi, el mismo razonamiento.

Al segundo problema responde que el gobierno superior del cosmos es omnipotente, inteligente y benéfico, de modo que sustraer de su dominio la parte menor del universo con son los asuntos humanos sería poner límites a sus atributos infinitos. Y sentencia el conocido apotegma griego: el que puede lo más puede lo menos.

A la tercera cuestión responde que los dioses no son guardianes que se dejan corromper por donativos y coimas, ni se doblegan por las súplicas o encantamientos mágicos, ni por regalos a favor de la injusticia.

Termina este largo razonamiento afirmando que: “Podemos lisonjearnos de haber probado suficientemente los tres puntos propuestos; a saber, la existencia de los dioses, su providencia y su inflexible equidad”(911 b).

Pero lo que queremos rescatar es el tratamiento que les da Platón a los agnósticos o a los que usan a los dioses para su provecho. Al respecto sostiene que existen dos tipos de agnósticos: aquellos no creyentes que tiene sentido de la equidad y los injustos. Estos últimos son impotentes ante sus pasiones y los más dañinos para la ciudad. Y si además fueran hombres de genio emplearan su astucia para seducir y enriquecerse a costilla del resto de los ciudadanos. A esta categoría pertenecen los hombres mitad justos y mitad injustos, los impulsados por una ambición desmedida, los inclinados al lujo. De esta clase surgen los profetas, los dictadores, los fanáticos, los demagogos, los generales ambiciosos, los fundadores de grupos iniciáticos, los sofistas intrigantes (908 d-e).

Para estos personajes, que eran defectos de su época, que lo son también de la nuestra de hoy día, Platón utiliza la idea de nósos entendida como “enfermedad del alma” o como desorientación espiritual.

Dos mil trecientos años después, el primer filósofo español del siglo XIX, Jaime Balmes, en su imperdible libro El Criterio, nos va hablar de “entendimientos torcidos” que “suelen distinguirse por una insufrible locuacidad, efecto de la rapidez de percepción, y de la facilidad de hilvanar raciocinios. Apenas juzgan de nada con acierto.”

Esta enfermedad del alma de los entendimientos torcidos, sobre todo de los agentes políticos, económicos, sociales y culturales, es la ideología. Que como sistema de ideas que defiende en forma solapada los intereses de un grupo, clase o sector, invadió toda la vida de los pueblos. Casi no quedan resquicios ante el totalitarismo del pensamiento único en donde el pueblo se pueda mover a sus anchas.

Nuestra sociedad camina, se quiera o no, hacia regimenes totalitarios vestidos de democráticos. Las oligarquías políticas se han apoderado definitivamente de los partidos políticos y con ellos justifican todo su nefasto accionar.

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