Habría que considerar que, para Bolivia, el caos es el sistema. Los efectos de todo tipo de sedantes que ha consumido Bolivia desde hace un par de décadas se manifiestan ahora en la desaparición del debate público de proyectos de país y de sociedad.

Bolivia, transición política y batallas culturales

Vladimir Mendoza

Cuenta el historiador James Dunkerley que alguna vez oyó a alguien describir a Ecuador como un país de características similares a Bolivia, pero sin sus rasgos convulsivos. Es decir, “Bolivia, pero con Valium”. La comparación es esencialmente correcta si se observan tiempos históricos largos. De hecho, Dunkerley, un buen conocedor del siglo XX boliviano, ante el constante tumulto político y social en la historia del país se preguntó si en vez de oponer el caos al sistema, habría que considerar que, para Bolivia, el caos es el sistema.

Como sea, estamos a dos décadas de haber dejado el siglo XX -“el siglo de los extremos”- y en ese trecho es posible considerar que hubo al menos una década en la que Bolivia sí consumió Valium. Casi al final de ese camino de relativa calma social y política, la campaña electoral para las presidenciales del 2019, perfiló un Evo Morales, favorito en las encuestas, poseído por un pragmatismo digno de un tecnócrata más que de un dirigente social, su principal promesa era extender la paz social por cinco años más.

No es que hubo ausencia de conflictividad entre el 2010 y 2019, sino que en comparación con un pasado de conmociones seriales, de masacres de decenas o centenas de insurgentes, de tres presidentes en dos años, la década señalada puede ser denominada de sosiego, diez años raros para un país acostumbrado al caos permanente.

El entonces candidato-presidente, Evo Morales, definía a su gobierno como el “sandwich” entre la burguesía y los trabajadores, cuya misión era lograr el engorde de los empresarios sin descuidar del todo las condiciones de las clases populares (Ver entrevista con Javier Lafuente, “Un día frenético de campaña con Evo”, El País, España, 13/10/19).

 

La reacción odia las utopías

Santa Cruz de la Sierra es la ciudad de mayor crecimiento económico como resultado del crecimiento coyuntural del capitalismo periférico promovido por un gobierno que dice ser de izquierda. En Santa Cruz, el “progreso” capitalista tiene notables rasgos impresionistas: han pululado malls, supermercados, condominios privados, restaurantes y cafés de marcas transnacionales. Se instala con ello cierta sensación de comodidad material en capas de las clases medias y se insufla también el blanqueamiento cultural en un país donde su Estado ha sido declarado plurinacional.

El “proceso de cambio” fundó su capacidad de estabilizar la caótica Bolivia garantizando chorros de acumulación de riqueza en las clases dominantes con goteos redistributivos para las capas populares. Si bien la extensión de derechos democráticos para las multitudes plebeyas fue el principal ingrediente del “pacto social” que emergió después de la Asamblea Constituyente, sus alcances resultaron finalmente limitados debido a estar basado en la reproducción ampliada del capitalismo colonial. Más de una década después de plurinacionalidad estatal, todo boliviano sigue conociendo por lo menos a una persona que es incapaz de soportar una chola sentada junto a él en el avión y mucho menos a un lari al que se tiene que reconocer como ministro, diputado o presidente.

A fines de octubre de 2019, mientras Evo se aprestaba a gobernar por cuarta vez, zumbaron gritos de “collas de mierda, los vamos a matar”, de parte de grupos de choque del Comité Cívico de Santa Cruz, los cuales cercaron el barrio obrero de Cofadena en la ciudad de Montero, saquearon y quemaron casas en medio de violentos enfrentamientos provocando dos muertos de bala (Ver informe del GIEI sobre Bolivia, 2021). En noviembre de ese mismo año, cuando los militares ensangrentaban Huayllani, Ovejuyo y Sacaba, desde los condominios y barrios acomodados –e incluso un poco más allá- se oían atronadoras ovaciones para las armas que “ponían en su lugar” a las hordas masistas.

Seguramente hubo damas -y caballeros- de buenas familias que hace un par de siglos festejaron el descuartizamiento de Túpac Katari o profesionales decentes que en los setenta descorcharon champagne al enterarse del aplastamiento de los centros mineros con la bota militar. Bolivia siempre fue así, aunque nunca deje de asombrar.

Desde este asombro, acercarse a la literatura muchas veces puede resultar esclarecedor. La lectura de la novela Miles de ojos (Ed. El cuervo, 2021) escrita por el cruceño Maximiliano Barrientos produce un efecto reflexivo si se explora más allá de lo que dice la narración, si uno busca significantes en lo que no dice, que es lo que funciona como su marco interpretativo. Ese marco es la Bolivia de la histeria antimasista de los pititas, es el golpe de Estado y sus masacres, y, por si todo fuera poco, es una pandemia que paralizó al capitalismo global.

Lo que Maximiliano Barrientos retrata en “Miles de ojos” tiene mucho de delirante, pero casi nada de absurdo: Incrustado en medio de dos subculturas, la de los autos y la música metalera, un Dios iracundo va poseyendo cuerpos y deglutiendo en su movimiento los fundamentos morales, simbólicos y materiales de la sociedad capitalista.

A medida que avanza la narración, la confrontación entre esta divinidad que hipnotiza y controla personas y la realidad de la sociedad, representada por sectores de clase media de Santa Cruz, culmina – sin importar el cómo- en un mundo postcapitalista donde se ha instalado una forma de sociedad que representa una regresión histórica, algo similar a lo que ocurre en películas como Mad Max o series como The walking dead.

Como en casi toda la producción cultural contemporánea, en Miles de ojos la distopía es un presente infinito, es lo mismo, esta mierda de vida que dura eternamente. La distopía es también abúlica, tiene imaginación corta y su carencia, además de ser un problema fuertemente político, desnuda también los defectos estéticos de los escritores que la invocan.

 

Bloqueo de caminos contra el gobierno de facto, Agosto de 2020. Fuente: Resumen latinoamericano (09/10/20)

 

Pesimismo del presente y optimismo del futuro

El apocalipsis se ha convertido en la forma hegemónica de proyectar el futuro. En el campo del arte, su dominio es abrumador. Desde hace varios años, imaginar en forma de literatura o cine el fin del capitalismo ha dejado de ser una pesadilla. La estetización de la barbarie como resultado del colapso del sistema social se convierte en un lugar común que funciona como una forma de legitimación hipnótica para hecatombes reales.

En 2019 y 2020, las “pititas” querían acabar con la tiranía, pero se regocijaban con la sangre de la indiada; querían respirar libertad, pero exigían estados de sitio; defendían la democracia pero avalaron una sucesión inconstitucional…Su rechazo casi patológico al “dictador de ojotas” concentró la frustración histórica de las clases-etnia que se perciben como blancas o mestizas. La sustancia moral de este movimiento reaccionario se identifica con su pleno desprecio para proponer al conjunto de la sociedad un proyecto utópico de país, de ahí que sea ridículo llamar “revolución pitita” a lo que fue una emergencia patológica. Para que algo se parezca a una revolución necesita de utopías, precisa soñar futuros; en cambio, las emergencias patológicas se limitan a ser la eyaculación de ira a causa de un presente insoportable.

Aunque las distopías contienen también elementos críticos hacia el orden vigente, legitiman de otro modo ese orden con el que se incomodan o incluso aborrecen, parten de la máxima: “no hay alternativa”. La misma consigna que en los ochenta acuñaron los estrategas del neoliberalismo inglés y norteamericano, se puede leer en medio de las ruinas y desventuras distópicas.

La literatura y el arte permiten seguir el rastro de las tendencias subjetivas de una sociedad. Las movilizaciones sociales y los marcos discursivos de los principales actores políticos expresan, de otros modos, lo mismo. Los efectos de todo tipo de sedantes que ha consumido Bolivia desde hace un par de décadas se manifiestan ahora en la desaparición del debate público de proyectos de país y de sociedad.

Pero las decepciones del ahora pueden servir para ofrecer puntos de apoyo a las fuerzas que crearán el mañana, una politización mediada del arte podría ser capaz de conjugar el pesimismo del presente con un optimismo del futuro.

*Foto principal: Recorte del supuesto atentado con dinamita en Senkata, con lo que se buscó justificar una matanza. En realidad la multitud tira una pared empujando (recorte de vídeo difundido en redes sociales).

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