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El “horizonte plurinacional” en la nueva geopolítica post-occidental

Rafael Bautista

La transición civilizatoria actual precisa de un horizonte alternativo más allá de los mitos y prejuicios modernos que han encapsulado a la humanidad en un encierro laberíntico que encierra sus opciones en un fatalista “eterno retorno de lo mismo”. En esos términos, pensar una geopolítica post-occidental pasa por darle direccionalidad propositiva –desde sus propias utopías– a la insurgencia más autentica que ha pervivido por cinco siglos, para enseñarle a la humanidad lo perverso del proyecto moderno. Gracias a los pueblos indígenas es que podemos desmitificar las expectativas modernas y mostrarlas como lo que son: la destrucción sistemática de la vida. Por eso en su grito se compromete la naturaleza misma (la Madre resguarda la lucha de sus hijos), porque ese grito es expresión de la vida misma que clama por una restauración de carácter universal.

“La patria es el Otro”

Nicolás Maduro

La significación real de los conceptos no es algo que se defina teóricamente. El típico proceder académico hace de la definición, lo abstraído del movimiento real de un algo que sólo, vía disección, es integrado al compendio disciplinar; por eso tenemos un montón de analistas, cuyos análisis no pasan de la pura representación. En esto consiste la “razón perezosa” de las ciencias sociales y su conformismo descriptivo de la realidad. Precisamente por no saber ascender metodológicamente de lo abstracto a lo concreto, es que los conceptos no comparecen ante lo moviente de la propia realidad; porque la significación real de los conceptos no es resultado de una abstracción sino del cómo ese algo determina y es, a su vez, determinado en su movimiento real. Eso es más que evidente en la reflexión geopolítica.

En términos estratégicos, lo decisivo no es la descripción –ni siquiera pormenorizada– de una situación, tampoco la predictibilidad basada en datos pasados (a eso se dedican los académicos); la anticipación de las consecuencias de los hechos políticos, que es lo que interesa al análisis estratégico, no es fruto de la información habida sino de un conocimiento anticipatorio (no se trata de predecir lo que va a pasar desde lo que ya ha pasado, eso nunca ha funcionado, sino de otorgarle direccionalidad positiva al devenir político).

La reflexión geopolítica actual puede mostrarnos los alcances demasiado limitados del conocimiento disciplinar que ostenta todavía el mundo académico. El propio Imperio puede prescindir de la producción académica, porque el conocimiento que le interesa se realiza en los think tanks, donde se debaten los temas cruciales. Por ello es sintomático advertir cómo el mundo académico se ha quedado siglos atrás y no puede ni siquiera advertir en qué clase de mundo nos encontramos.

En ese sentido, la tematización de lo que significa un “horizonte plurinacional” pasa por el reconocimiento de que no se trata de un nivel de reflexión homologable al análisis empírico. La confusión de esto ha llevado al ámbito académico a la total incomprensión de referentes utópicos, como el “vivir bien”, o la descolonización como reflexión metodológica trascendental o el Estado plurinacional como superación “desde abajo” del Estado moderno-liberal.

Haciendo una recapitulación epistemológica de la pertinencia de la reflexión en torno a los referentes utópicos o “modelos ideales”, sobre todo en un contexto de transición civilizatorio global, cabe destacar el cómo las ciencias sociales, al no saber integrar la dimensión utópica en el análisis de la realidad, se quedan con una pura empiria en cuanto consagración de lo-que-hay, lo establecido; dejando de lado horizontes de posibilidad que amplifican la propia realidad y sus márgenes de objetividad. La realidad no se reduce a lo-que-hay sino que, lo-que-no-hay, nos sirve para des-fetichizar el orden dado, en todos sus sentidos y, de ese modo, trascender epistemológicamente la realidad en cuanto sistema cerrado.

Destacar horizontes de posibilidad utópica no es una simple descripción sino oponerle a la inercia inmanente del presente político una nueva y trascendental direccionalidad histórica. En esto consiste lo político del conocimiento y esto es lo que significa pasar de la interpretación a la transformación.

La apuesta por la transformación es ya la superación de la mera resistencia y se manifiesta en la producción de la “autoconsciencia anticipatoria” que hace de un pueblo sujeto trascendental (si la resistencia puede explicitarse como la imposibilidad de inclusión positiva al sistema, no es todavía la producción de un horizonte alternativo que trascienda definitivamente la realidad dada).

En el caso del “horizonte plurinacional”, se trata de una restauración epistemológica del fundamento que, como sustancia liberadora, se halla presente en toda la historia de liberación de lo que, en Bolivia, se conoce como lo “nacional-popular”. El mismo René Zavaleta es preciso al afirmar que la forma de ingreso del campesinado nacional a la vida política es la defensa de la “forma comunidad”. Todo “retorno” a esta “forma” es lo que siempre ha dado cuenta del “máximo de disponibilidad común” que generó en el pueblo su capacidad de trascendencia histórica.

Por eso no se trata de un “retorno” en los márgenes temporales de la linealidad histórica moderna sino una re-conexión con lo-suyo-propio-de-sí de un pueblo cuya historia no es algo pasado sino, lo que le enfrenta siempre como horizonte político; es decir, la temporalidad indígena describe más bien un carácter circular que hace de la vivencia histórica la afirmación continua de una procedencia siempre resignificada. Es lo que se llama la “antigüedad sagrada”.

Sólo la fragmentación (el recorte temporal inmediato) de esta vivencia, hace aparecer en la experiencia un avance de carácter lineal; es decir, la idea moderna del tiempo recorta la propia experiencia histórica, haciendo de ésta una mera sucesión progresiva de carácter inmanente. En contraposición, el concepto de “antigüedad sagrada” no pretende describir algo pasado sino la referencia mítica de una historicidad que en el “retorno” se proyecta siempre como recreación constante de horizontes de sentido. A lo que se “retorna” es al fundamento, para renovarlo y actualizarlo ante los retos del presente. Ese fundamento ha sido siempre aquella insistencia que las luchas indígenas han actualizado para interpelar a todo el carácter satelital del Estado colonial.

La “forma comunidad” es la pervivencia de ese fundamento que destaca lo más genuino de la lucha popular y es lo que ha asegurado siempre su base profundamente democrática. Esto es lo que, como lo histórico trascendental, da razón de un “horizonte plurinacional” como la nueva posible fisonomía estatal en un nuevo orden post-occidental.

No es lo-que-hay lo que constituye lo real de lo político de la existencia sino precisamente lo-que-no-hay. Solo desde esa dimensión utópica es que lo político no se reduce al realismo espurio de la “real politik”. Los verdaderos realistas no son los que se someten a la realidad dada sino los que amplifican ésta y le introducen horizontes epistémicos de posibilidad utópica: no miramos al mundo como lo que es, lo miramos como lo que somos.

Entonces, si la transición civilizatoria nos impele a colegir qué hay detrás de los planes de sobrevivencia del orden imperial, también nos desafía a encontrar márgenes de disuasión estratégica en la nueva recomposición geopolítica del siglo XXI. Puede decirse que la estrategia de la globalización consistía, entre otras cosas, en la demolición sistemática de la soberanía de los Estados; por eso jurídicamente se fue consolidando, por mediación de los tratados comerciales, al nuevo sujeto de derechos supra-nacional.

El poder financiero se encargó de proponer jefaturas jurídicas supra-nacionales en todos los acuerdos de integración política y económica; de tal modo que los Estados aparezcan como simples garantes de una negociación exclusiva entre capitales globales. Desde que aparece el concepto de “lawfare”, Washington ha estado exportando esta nueva visión jurídica a Latinoamérica (bajo el pretexto de lucha contra con la corrupción), poniendo de moda el realismo jurídico y el neoconstitucionalismo en las facultades de derecho; y es de destacar que la famosa judicialización de la política es una de las consecuencias del realismo jurídico que propaga, además, el componente del análisis económico del derecho (enfoque legal que proviene de la Escuela de leyes de Chicago). El “lawfare” es la expansión del nuevo concepto de guerra (patrocinado por las guerras de cuarta generación) hacia otros ámbitos, como el jurídico. Sin que nadie lo declare, nos encontramos ya en un estado de guerra naturalizado que precisamos desmontar para darnos cuenta a lo que actualmente nos enfrentamos.

Desde la diseminación de las “guerras de cuarta generación”, el propio concepto de guerra ha quedado obsoleto, llegando a amplificar no sólo la clásica distribución de las “divisiones” sino resignificando a éstas (sus alcances y propósitos) desde la aparición de la cibernética y, más aún, con la inminencia de la inteligencia artificial. El concepto de “guerra híbrida” acopia toda esa actualización para hacer de la guerra un conflicto sin fin, lo cual pareciera un sinsentido dado que se supone que la guerra siempre tiene un propósito que la excede. El problema de éste que ya figura como un ingenuo optimismo es el contexto en que hace nicho el desarrollo de la “guerra híbrida”, esto es, el actual mundo de la post-verdad. Una guerra híbrida no podría desatarse en otro contexto, o sea, precisa de una radical relativización de todos los parámetros éticos y morales para diseminar todas sus consecuencias. Es en ese contexto que adquiere todo el dramatismo que significa una guerra como conflicto sin fin. Es decir, la guerra híbrida sería la radicalización de un estado de caos imperante que no se atreve a declararse como lo que es. Por eso desata un conflicto sin fin, que es el caos en su máxima expresión.

Esto quiere decir que la doctrina del “caos constructivo” es la constatación de una situación promovida como contexto del concepto nuevo de guerra, es decir, del caos se produce una naturalización del conflicto, mediante una sistemática intervención en la producción de opinión pública, cooptando todo el espectro comunicativo en la nueva fisonomía bélica. La guerra se hace multidimensional y abarca todos los ámbitos de la vida humana y esto se logra penetrando en la subjetividad social, de modo que el caos externo sea interiorizado como detonante permanente de un conflicto sin fin.

Los Estados-objetivo de esta nueva clase de guerra sólo atinan a considerar la hibridez como la heterogeneidad de los métodos que se usan. Pero la hibridez no es un adjetivo en esta clase de guerra sino lo que sustantiviza a esta nueva clase de guerra. Ya no se trata de lo unívoco de la guerra convencional sino de la subsunción sistemática de todo, hasta la paz, como mediación bélica. A esto conduce un mundo donde los parámetros del bien y el mal se hallan tan relativizados que todo cae en la lógica del conflicto.

El primer e inevitable ámbito donde esto se manifiesta es en el político. Desde la reducción de la política a mera ingeniería pública o administración gubernamental, asistimos a la continua pérdida de racionalidad práctica y la consecuente despolitización de la vida pública. Esto que pareciera halagüeño, dada la creciente inmoralidad de la vida política, sólo conduce a la devaluación del factor argumentativo en toda contienda pública.

Esto quiere decir que la “guerra híbrida” no es en ningún caso una nueva ofensiva a la cual se pueda oponer un poder disuasivo. En una guerra híbrida nadie podría decir cómo empieza sólo constatar que ya nos encontramos en medio de ella. En ese sentido, la activación no opera de modo lineal; se trata más bien de la constatación de un rodeo que, lo que activa, es una situación sin salida posible, por eso puede producir un literal desangramiento (como ya lo vimos en Medio Oriente): cuando se desata la fase militar, no parece haber fines prácticos ni un pretendido remplazo del poder; en tal caso, la “guerra híbrida” no es operada según las expectativas de un golpe clásico. Los golpes pertenecían a un contexto de guerra fría. A lo que asistimos es a la decadencia del llamado “mundo libre”, es decir, al fin de una civilización, en cuya caída, el Imperio provoca la caída de todos los parámetros éticos y vitales que hacen imposible cualquier restauración futura.

Por eso hasta el derecho internacional se desnuda como la legitimación del derecho de conquista que impone el vencedor. Esto nos posibilita una revisión arqueológica del concepto de derecho liberal, para descubrir en éste la formalización de los prejuicios modernos que emanan del laboratorio de dominación exponencial que desata el centro geopolítico global desde 1492. Activar la guerra como conflicto sin fin es posible gracias a la naturalización de la injusticia y desigualdad que produce la modernidad en cuanto vida política, expresado en el concepto de Estado liberal.

Pero en la actual geopolítica imperial, el leviatán hobbesiano es ahora reducido a los Estados particulares dejando incólume el poder real global que pretende un orden mundial a la medida del capital financiero. Con la diseminación de la idea de los nuevos movimientos sociales, desde los sesentas y desde Francia, no sólo se fragmenta al bloque popular sino que toda la lucha se reduce a lo local y se deja de lado al verdadero poder que es mundial.

Los Estados particulares acaban como el chivo expiatorio de, por ejemplo, los derechos humanos, dejando beatificados el capital transnacional y el mercado mundial, siendo estos, en realidad, las verdaderas amenazas a la humanidad y la naturaleza. Hay que recordar que el mayo francés –más allá de la gesta revolucionaria que ha significado– es también provocado por la CIA contra el presidente de Gaulle, por haber solicitado la conversión de sus reservas de dólares en oro, poniendo en evidencia que el patrón dólar permitía un endeudamiento irracional de la economía gringa a expensas de todo el mundo. Detrás del mayo francés había también un propósito encubierto: subsumir toda crítica a la hegemonía del dólar y a los valores que representa como aceptación tácita de su inevitabilidad, es decir, diseminar toda posición emancipatoria en cuanto particularización de la lucha popular; por eso no es casual la promoción que el posmodernismo francés recibe de los poderes fácticos. La nueva filosofía del llamado “mundo libre” puede criticar todas las grandes narrativas, siempre y cuando respete la supra-narrativa del “mundo libre”.

Frente al poder imperial, aun en su plena e implosiva decadencia, los pueblos no pueden liberarse si no desatan las cadenas supra-nacionales que ahora anteponen una sistemática demolición controlada (al modo del atentado a las torres gemelas) de las soberanías estatales, dejando a los pueblos sin base nacional y a las puertas de la desintegración total, como ya sucedió en la ex Yugoslavia.

La demolición estatal en toda la periferia es lo que queda después del fracaso de las formas jurídicas liberales incluso en el centro. Si hay algo en el brexit que nos pueda servir de advertencia, es el advertir cómo las prerrogativas de un poder supra-nacional, como es la troika (el FMI, el Banco Central Europeo y el Consejo Europeo), acabó subsumiendo soberanías nacionales como tributo obligado a la globalización neoliberal. Por eso el conflicto actual, incluso en USA, se da entre nacionalistas y globalistas (haciendo anacrónico el clásico antagonismo derecha-izquierda). Si el Imperio ya no puede reponer el mundo unipolar y el actual desorden tripolar no se explicita en una nueva fisonomía global, no es sólo por la caducidad hegemónica de la narrativa moderno-occidental y la reafirmación desarrollista de una economía del crecimiento, sino también por la ausencia, de parte del Sur global, de una liberación explícita de aquella narrativa, que ha naturalizado sus valores en el propio horizonte de expectativas de los oprimidos.

Por eso resulta hasta problemático aferrarse a la idea de revolución moderna para expresar lo que sugiere la idea del “retorno”. Si la revolución no se expresa como “restauración” entonces caemos en la fatalidad progresiva de la temporalidad lineal moderna y la recaída en lo mismo que se pretende superar, esto es, el capitalismo (como la expresión económico-política más acabada de la modernidad). Sólo el descentramiento epistémico de la narrativa imperante es condición de superación de la “consciencia satelital periférica” del Sur global.

Esto también pasa por la resignificación del concepto de nación como sustrato material de la transformación de la idea del Estado moderno-liberal-colonial. Hegel pretendió superar el Estado particular concibiendo un Estado universal con-arreglo-a-la-razón; pero una vez descubierto el provincianismo anglo-sajón de aquella auto-atribuida razón universal, se nos abre la posibilidad de pensar un nuevo concepto de Estado con-arreglo-a-la-vida, como la fuente universal de todo proyecto vital, y que la “forma comunidad” ha insistido siempre históricamente.

Por eso, la defensa de nuestros Estados no significa una afirmación del Estado moderno sino su transformación en torno a la recuperación de la materialidad que hace posible a todo Estado; de modo que éste objetive y realice la eticidad propia de nuestros pueblos y el horizonte utópico que contienen como lo diferido históricamente. Por ello, efectuando el factor des-colonial, lo nacional sólo puede reconstituirse desde lo históricamente negado por el concepto de Estado-nación. “La patria es el Otro” quiere decir que, desde la negatividad absoluta (de quienes han padecido la imposición del Estado-nación), es desde donde surge el contenido material, es decir, real, de lo que podría ser una verdadera nación.

Ahora bien, un “horizonte plurinacional” actúa como criterio des-colonial que insiste en la recuperación no sólo de soberanía estatal sino de la necesaria base democrático-plural de toda concurrencia política que se propone un proyecto de vida común. La superación del Estado moderno-liberal-colonial no es un simple cambio de nombre o de actores sino de una sistemática descolonización como desmontaje de sus contenidos últimos. Por eso es también un desmontaje, ya no sólo de lo institucional o simbólico, sino de la propia subjetividad como correspondencia de la objetividad reinante; porque si la condición racional de toda legitimidad consiste en el acto originario intersubjetivo que una comunidad política realiza para proponerse un proyecto de vida común, esta legitimidad sólo puede ser de carácter horizontal. Si la nación es, en definitiva, un proyecto político, es porque esto se produce desde aquél acto intersubjetivo que se produce históricamente y adonde concurren las subjetividades para proponerse un proyecto valido para todos. Esta es la base plural democrática que se produce “desde abajo”, para producir ideología nacional como base de una verdadera política de Estado.

No hay ningún Estado de una sola nación, lo cual no significa la disolución pluralista de toda unidad posible, sino la constatación de que toda legitimidad sólo es posible desde la concurrencia plural como base democrático-popular de todo proyecto estatal. Frente a la crítica liberal que confunde la base democrático-plural con el pluralismo infinito, hay que decir que es, más bien, el liberalismo el que nos conduce a la “mala infinitud”, Hegel dixit; porque el liberalismo parte del individuo metafísico y termina afirmando –como lo haría el neoliberalismo, en boca de Margaret Thatcher– que “no hay sociedad, sólo individuos” (la forma sociedad es la formalización de una concurrencia de intereses particulares contrapuestos pues, en definitiva, todos buscan su propio provecho y utilidad, objetivado en la ganancia acumulativa como fin último, siendo esto lo potencial disolutivo de toda pretendida unidad).

Por eso no es lo plurinacional lo que promueve una disolución nacional sino el Estado liberal, pues la consistencia que produce es tan frágil que, en menos de tres siglos, se puede ver que hasta en Europa y USA se desata una crisis de identidad nacional que nos muestra “Estados aparentes” que implosionan ante la decadencia del orden unipolar y la globalización. La unidad de los Estados centrales sólo fue posible por un bienestar producido gracias a la explotación y dominación de los recursos del tercer mundo; por eso el Estado moderno-liberal no es resultado de una emancipación sino de una sistemática subvención que la periferia mundial realiza como transferencia de valor al primer mundo; la dinámica centro-periferia sólo es posible gracias a una relación inversamente proporcional que realiza el sistema-mundo-moderno-colonial: la plus-valorización del centro es producto de la desvalorización constante de la periferia y de sus propias expectativas. El primer mundo y el orden unipolar dependen de esa injusta y desigual estructura mundial.

Poe eso la transición civilizatoria actual precisa de un horizonte alternativo más allá de los mitos y prejuicios modernos que han encapsulado a la humanidad en un encierro laberíntico que encierra sus opciones en un fatalista “eterno retorno de lo mismo”. En esos términos, pensar una geopolítica post-occidental pasa por darle direccionalidad propositiva –desde sus propias utopías– a la insurgencia más autentica que ha pervivido por cinco siglos, para enseñarle a la humanidad lo perverso del proyecto moderno. Gracias a los pueblos indígenas es que podemos desmitificar las expectativas modernas y mostrarlas como lo que son: la destrucción sistemática de la vida. Por eso en su grito se compromete la naturaleza misma (la Madre resguarda la lucha de sus hijos), porque ese grito es expresión de la vida misma que clama por una restauración de carácter universal.

 

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