Hacia la derrota de la construcción de una nueva hegemonía

La crisis del MAS*

Fernando Molina

La crisis del MAS comienza con el adelgazamiento de sus vínculos con la clase media, en particular con la clase media popular y de origen indígena, que dejó de respaldarlo en varias ocasiones.

Al perder las clases medias, el MAS perdió también la hegemonía política; simultáneamente, aquello hizo imposible su hegemonía cultural, ya que los operadores de la misma en países como Bolivia son, justamente, las clases medias. Además, el MAS solo muy episódicamente tuvo el deseo de conquistar una hegemonía cultural. Siempre estuvo centrado en la “guerra de maniobra” democrática, es decir, en reunir todas sus fuerzas en los procesos electorales para imponer una mayoría muy grande que le permitiera controlar el poder. Esta estrategia, rizando el rizo, terminó por enajenarlo de la clase media, que la entendió como no consensual y autoritaria.

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Desde 2016, los gobiernos del MAS se han hallado crecientemente bajo el asedio de la cultura dominante, que es fundamentalmente anti-masista. Esto se puede observar en la extrema debilidad de las ideas y posiciones oficialistas en la prensa, una debilidad que comprometió incluso la gobernabilidad masista, como se vio en la revuelta de 2019 y en varios episodios del gobierno de Arce.

Uno de los factores de “hegemonía implícita” era el éxito del modelo económico del MAS, que parecía haber encontrado la fórmula para eludir los ciclos espasmódicos, la alzas y bajas del extractivismo. Ya ha quedado claro, sin embargo, que este modelo, igual que otros anteriores de capitalismo de Estado, sufría una de las “miopías extractivistas” típicas y no reinvertía (o lo hacía de forma errática en el caso del litio) en las fuentes de su dinámica, es decir, en recursos no renovables. El agotamiento de los yacimientos puso al modelo en una situación de extrema debilidad frente a la que el MAS no ha sabido cómo reaccionar.

Toda vez que este modelo comenzó a hacer aguas en el contexto de la crisis económica generada por la guerra ruso-ucraniana, la irradiación hegemónica del mismo ha desaparecido. Solo queda en el discurso gubernamental, fosilizada. Se trata de un discurso exitista hueco que ya no convence a la mayoría y que se torna cada vez más alienado respecto de la realidad.

Junto con todos estos retrocesos, e impulsándolos, se produjo la división interna del MAS. Esta se debió a la incapacidad que tuvo el “evismo” para institucionalizar al partido, incapacidad que se derivó de la cultura política caudillista del país. Sin institucionalidad, el MAS no pudo concebir/gestionar gobiernos que no estuvieran directamente en manos de su principal caudillo.

Evo Morales posee una personalidad narcisista y una visión personalista de la política popular, que son respaldadas acríticamente por sus seguidores, con la ilusión de que ese apoyo servil les permitirá, algún día, volver al poder. Por otra parte, los “renovadores” encabezados por Luis Arce y David Choquehuanca han dado paso al oportunismo de los dirigentes sociales cuya ideología nunca ha ido más allá del rechazo al neoliberalismo y a la pérdida de las ventajas corporativas de sus organizaciones que el neoliberalismo causaba. Estos dirigentes nunca se habían elevado por encima del “sindicalismo” criticado por el marxismo como fundamentalmente egoísta y cortoplacista. La “renovación”, al desplazar al “evismo”, que era portador de la autoconciencia del movimiento, llevó a su extremo la tendencia de aprovechamiento corporativo del Estado que siempre hubo en el MAS.

El MAS consumó la profecía de las ciencias sociales bolivianas de un gobierno de los plebeyos, de los indígenas, campesinos y trabajadores, sin mediaciones “señoriales”. Esta profecía vinculaba tal gobierno con la emancipación de los sujetos del mismo y del país. Luego de un ciclo de 20 años, es posible decir que la ocupación del Estado por los subalternos históricos del país ha sido progresista en la medida en que revolvió la vieja y osificada correlación de fuerzas étnico-raciales y clasistas del país, y auspició procesos de movilidad económica muy importantes. También generó una nueva oleada de modernización pivotada por la extracción de recursos naturales, con algunas cosas en común respecto a las oleadas previas (como la insostenibilidad), pero también con características propias, que reconfiguraron al país. Los gobiernos del MAS fueron, por razones obvias, los menos racistas de la historia boliviana (sin dejar de serlo del todo).

Pero el poder no es una fuerza externa que se domina, sino un medio en el que uno se instala. El Estado posee códigos y mecanismos de reproducción que no se pueden trastocar por medio de nuevas normativas y otras reformas externas y superficiales, como el MAS supuso ingenuamente. El contenido de la norma puede ser diferente, pero la lógica de su aplicación y decodificación sigue dependiendo de los dispositivos hegemónicos.

La llegada de los plebeyos al Estado, emancipadora desde el punto de vista del empoderamiento de estos, como acabamos de decir, los transformó internamente de un modo regresivo. Carente de un programa que fuera más allá del rechazo al neoliberalismo y la revaloración puramente simbólica de los capitales indígenas, el MAS terminó atrapado por la ideología del Estado boliviano, la misma que precedía a la instalación de esta organización en él.

Esta ideología del mando por el mando (en busca de la renta), del extractivismo, del caudillismo, del corporativismo, del uso instrumental de la justicia, del racismo y del eurocentrismo es la que los criollos bolivianos constituyeron en casi dos siglos como cultura política del país. Por otro lado, como es lógico, el MAS mismo no era ajeno, sino un producto de esa cultura política. Nadie escapa a la sociedad en la que nace. La cuestión aquí está en que un proyecto real de emancipación requiere al menos una toma de conciencia de la situación heredada, además de la voluntad de remar contra la corriente, lo que el MAS tuvo muy poco. Su visión del Estado fue convencional decimonónica (instrumento de una coalición de fuerzas) y no zavaletiana, lugar de reproducción ideológica. Mucho menos foucaltiana, nodo de una red discursiva que conserva y altera el sentido social.

Más allá de la cancelación del neoliberalismo y el simbolismo pro-indigena, es decir, de la hegemonía política, el MAS fue un grupo gobernante sin agencia, un objeto de la “microfísica del poder”. O, mejor dicho, una víctima de la hegemonía de la cultura política criolla boliviana. La hueste “barbárica” ocupó Roma solo para ser conquistada por las maneras y los vicios romanos, aunque de una manera distinta de la descrita por la “paradoja señorial”, porque el racismo impidió la plena transformación de los indios en señores. En cambio, se hicieron oportunistas, corruptos y se dividieron por pegas.

Y, sin embargo, el poder masista ayudó a la constitución —al avance— de un sujeto plebeyo e indígena que antes apenas tenía una existencia fantasmal y que ahora es uno de los protagonistas, y no el menor, de la vida nacional.

Este sujeto comenzó su andadura hace mucho, haciéndose consciente a momentos y sumergiéndose luego en la inopia, y reemergiendo en las luchas por la tierra, por la educación y, finalmente, por el poder. Se repuso de muchas derrotas y se repondrá de la gran derrota que, al parecer, lo espera en el horizonte inmediato.

Lo mejor para el país sería que esta derrota no fuera aprovechada para mover la cosa pública en dirección opuesta respecto a lo existente y cerrar las posibilidades vitales de los sectores que abandonarán el poder. Esta sería una oportunidad para representar el carácter indio del país, en un marco distinto, y propiciar la reforma moral e intelectual de la cultura política boliviana. Tras ello, se formaría una nueva hegemonía que incorporaría al bagaje común, también, los aportes de estas dos décadas. Pero esto es improbable. Bolivia suele moverse de forma pendular. Y, sin embargo, para repetir el apotegma de Zavaleta: “Bolivia será india o no será”.

 

*Epílogo del libro La crisis del MAS, escrito por Fernando Molina.

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