Textura Violeta

Áñez, ¿perdedora en un pacto implícito?

Drina Ergueta

Son 20 años de cárcel los que podría recibir Jeanine Áñez, como pena por asumir la presidencia de Bolivia de forma inconstitucional, en el juicio que enfrenta por la vía ordinaria y que tiene a ella como único rostro civil relevante del controvertido proceso de crisis política y social de octubre y noviembre de 2019, en el que existen otros participantes.

Se trata de un juicio que no es de responsabilidades, como corresponde a quien ha estado en la Presidencia, ya que se la acusa por sus actuaciones previas: asumir, como senadora, la presidencia del Senado y, así, luego autoproclamarse Presidenta del Estado Plurinacional sin quórum en el parlamento y sin cumplir lo establecido en la normativa de debates. Su defensa lo niega todo y asegura que sí hubo constitucionalidad en sus actos.

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No es tampoco el único juicio, este corresponde al caso Golpe de Estado II y también está el caso Golpe de Estado I, además de que en la Asamblea Legislativa se buscará (si la oposición lo permite porque se debe aprobar con dos tercios) un juicio de responsabilidades en el que la principal acusación derivará de las muertes de 38 personas, principalmente en las masacres de Sacaba y Senkata.

Áñez lleva un año presa y no tiene vistas de un futuro mejor. Tiene un presente que enfrenta en soledad y sin respaldo de líderes o de una organización política que se movilice por ella, salvo algún twitt, un pronunciamiento esporádico y la cobertura segura de algún medio.

Lejos han quedado los nervios, el orgullo y, seguramente, felicidad de haber sido propuesta, arropada y empujada a ser Presidenta como supuesta solución a una crisis política, tras la acusación de fraude electoral que derivó en la renuncia forzosa del entonces presidente Evo Morales y el vicepresidente Álvaro García Linera, además de otras autoridades parlamentarias.

Que fuera mujer también tenía añadido esa idea de que sería más adecuada como contención de las fuerzas enfrentadas. Fue propuesta por un grupo de hombres – políticos, cívicos y representantes de gobiernos extranjeros – que no tenían ninguna potestad ni mandato para decidir el destino del país.

El gobierno de Áñez fue uno de los más corruptos de la historia boliviana. De ello la acusó incluso el actual gobernador de Santa Cruz, Fernando Camacho, quien no recuerda que tuvo en ese gobierno a gente de su confianza en cargos ministeriales y otros de relevancia, como en Impuestos Internos de lo que, se dijo, se favoreció su empresa familiar.

Las víctimas de la represión del gobierno de Áñez presionan al gobierno pidiendo justicia. Áñez cumple hoy también ese papel de contención del reclamo. Faltan más responsables, dicen, ¿dónde están?, o más bien, ¿por qué no están también enjuiciados? Camacho es uno de ellos, sin duda. Fue el primero en entrar en Palacio de Gobierno para colocar allí la biblia y quemar la bandera de los pueblos originarios, wiphala.

Áñez no es gobernadora (fue candidata y no la eligieron), no es alcaldesa de una ciudad importante, no lidera el principal partido de oposición, no es representante de una clase que ha estado (y se mantiene en parte) en el poder, no es una gran empresaria; es una mujer, una mujer con un peso político, social y económico cero. De corresponder a alguna de esas categorías de poder, el gobierno se vería obligado a tomarlas en consideración y encarar el asunto de otra manera, valorando otros aspectos y otras fuerzas.

No hay ninguna intención aquí de defender a Áñez, que asumió responsabilidades, tomó decisiones y por ellas debe responder.

El punto es que parecería que hay un pacto implícito entre ambas partes, en esta polarización que divide al país, en sentido de que podría ser que con que pague quien fue presidenta, Áñez (y algunos militares y exministros), sea suficiente.  Aunque el juicio ordinario es por las acciones previas y allí no estuvo sola, sino impulsada y arropada.

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