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El pueblo también es mortal

Raúl Prada Alcoreza

Maximilien François Marie Isidore de Robespierre más o menos dijo que ningún político es imprescindible, solo el pueblo es inmortal. Después de su participación contradictoria en la revolución francesa, que contrapone su participación en el periodo revolucionario en contraste con el periodo del terror, sobre todo después de evaluar la historia política de la modernidad, podemos decir que el pueblo es también mortal. No solo en el sentido que el pueblo puede morir, sino que el pueblo, concepto político referencial del concepto filosófico político de la voluntad general, puede no solamente ser el soberano, en el sentido del discurso jurídico-político de la democracia institucionalizada, puede también comportarse como esclavo, esclavo de las estructuras de poder, esclavo de la ideología, la máquina fabulosa de la fetichización, esclavo de la economía política, esclavo del mercado y, en la modernidad tardía, esclavo de caudillos anacrónicos.

 

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Cuando un pueblo, que supone el logro de la libertad, por lo menos políticamente, no ejerce su libertad y prefiere entregar su voluntad a las estructuras de poder vigente, a la ideología, al caudillo, entonces el concepto mismo de pueblo y de voluntad general se vacían de contenido, para reducirse a mera palabra retórica del discurso político. Ya no se corresponde con el concepto de libertad, tampoco con el ejercicio de la libertad, que, entre sus atributos, es ejercer el gobierno. Se trata de un pueblo, para mantener el término usado, sin alma, para decirlo de esa manera figurativa; un pueblo sin voluntad propia, pues ha delegado esa voluntad a otros, sus representantes, en el caso tradicional de la democracia formal, al caudillo, en el caso perverso de las deformaciones carismáticas de la convocatoria popular.

Lo anecdótico es que, en la modernidad tardía, cuando el concepto de pueblo se ha vaciado de su contenido político y filosófico, cuando se ha vuelto mera cáscara retórica, es cuando más es usado en los discursos políticos contemporáneos, tanto por los discursos populistas como por los discursos liberales, tanto por los discursos neopopulistas como por los discursos neoliberales. El pueblo, que deja de ser, filosóficamente, la voluntad general, que corresponde a la república, es decir a la cosa pública política, es decir al Estado moderno, se convierte en el sujeto demandante y necesitado, la víctima, en boca del caudillo.

En este deterioro del concepto de pueblo, se han sucedido procesos de perversión del sentido, para decirlo de esta manera, también figurativa. El concepto de pueblo y el concepto de voluntad general son conceptos universales, que corresponden a la convocatoria humanista, extendida al ámbito político; empero, pueden dejar de tener este alcance en la medida que se localizan o se sitúan en lugares singulares; por ejemplo, cuando se circunscribe el concepto de pueblo solo a un pueblo en particular, dejando de tener la connotación universal, empero pretendiendo que si mantiene esta connotación, como si se tratara del pueblo elegido. Esta re-semantización singularísima ha derivado en las ideologías racistas de la modernidad. Este fenómeno es distinto al uso del término de pueblo para referirse a los pueblos indígenas, para no usar el termino antropológico discutible de etnia; pues, en este caso, el concepto te pueblo no pretende la universalidad sino manifestar, mas bien, la pluralidad étnica y cultural en la complejidad de las sociedades contemporáneas.  Lo que nos interesa es el fenómeno de la densificación autoreferencial del concepto de pueblo, cuando un sector especial de la sociedad compleja demanda el privilegio de ser pueblo, negando a los otros sectores, estratos y conformaciones etnodemográficas la cualidad de pueblo. De este modo se reclama derechos para el pueblo autoreferenciado, pero se niega estos derechos a las otras composiciones de la sociedad compleja y de la formación social abigarrada. Se trata taxativamente de una exclusión de los otros, que no son reconocidos como parte del pueblo. Este ha sido el sostén ideológico, si se puede hablar así, de una formación discursiva inacabada, de las convocatorias discursivas carismáticas.

Lo que conlleva que el ejercicio mismo de la democracia, que supone la convocatoria popular, se deforma hasta convertirse en un procedimiento de exclusión, así como de dominación, no solamente de una parte del pueblo sobre las otras partes que lo conforman efectivamente, aunque no se las reconozca, sino la dominación de una casta política que habla en nombre del pueblo. Por este camino se desenvuelven otras perversiones políticas. La supuesta “revolución democrática cultural” se convierte, efectivamente, en la práctica, en una contrarrevolución dentro de la revolución, para jugar con el término que acuñó Regis Debray de revolución dentro de la revolución. ¿Por qué contrarrevolución? Recogiendo el término del iluminismo romántico de revolución, la revolución libera a todos, en la versión marxista, el proletariado, la clase que no es clase, la clase oprimida por excelencia por el capital, libera a todas las clases de la dominación de la burguesía. Cuando concurren los fenómenos de perversión política que aludimos, la “revolución” neopopulista no libera a todos, sino que erige a un sector particular en dominante, la nueva élite gobernante, y oprime al resto de la composición de la sociedad compleja. Por otra parte, lo que se ha evidenciado en la reciente historia política es que las transformaciones prometidas se detienen, se restaura lo anterior, sobre todo lo que es útil para la dominación y la preservación del poder, encubriéndose con el abuso retórico del término “revolución” la regresión de un proceso, que en vez de cambio es de restauración, peor aún, de decadencia.

En el contexto de estas deformaciones políticas, de esta resemantización del concepto de pueblo, de esta conformación de estructuras de poder barrocas, no solamente se asiste a lo que hemos denominado la decadencia política, que, para resumirla ilustrativamente, aparece en una de sus formas como simulación grotesca de una democracia demolida, sino a otro problema de índole ideológico. Parte del pueblo, la parte que se considera el único pueblo, auto-referido en su propia centralidad nucleada en sí misma, cree en el discurso del caudillo, cree en la promesa política, cree, además, que la promesa se ha cumplido. En consecuencia, que lo que corresponde es defender el “proceso de cambio” amenazado, defender al caudillo, atacado por enemigos endemoniados, por conspiradores implacables. El caudillo no se va sin dejar su huella hendida en los territorios que ha considerado de su dominio, casi como de su propiedad. Un último sacrificio es efectuado por esta parte del pueblo creyente en el líder inmaculado.

El desenlace de la crisis política deriva dramáticamente en el sacrificio de esta parte del pueblo, que hace un gran esfuerzo en seguir sosteniendo una narrativa reiterada y repetida mediáticamente. Trata de levantar desesperadamente el castillo de naipes derrumbado, una vez que se produce la implosión de una estructura de poder que se pretendía eterna. El problema es que se vuelve a enfrentar al Estado, que creía que era de propiedad del Caudillo, que era como su extensión corporal. El Estado, el monopolio concentrado de la violencia institucional, cuando actúa lo hace con la fuerza de los organismos de emergencia del Estado. Al respecto, no se entiende o se ha olvidado que el Estado es la máquina abstracta del poder institucionalizado, que la forma de gobierno es la singularidad gobernante con la que se usa el Estado para implementar una forma particular de gubernamentalidad, por ejemplo, la clientelar. Cuando esta forma de gubernamentalidad cumple su ciclo, se clausura, entonces el Estado adquiere otras singularidades gubernativas. Se defiende de los ataques de aquellos sectores que antes se beneficiaron del uso del Estado. El costo es lamentable, la suma terrible de las muertes.

Estamos tentados a decir, jugando con las figuras de la mortalidad y la inmortalidad, mencionadas por Robespierre, que es el Estado el inmortal; nace como el ave fénix de sus cenizas. Sin embargo, sabemos que esta es una metáfora ilustrativa, el Estado como ideal de la razón política, como constructo racional, también es mortal, muere cuando muere la ideología que lo sostiene en el imaginario social. Pero, valga esta metáfora ilustrativa, pues nos permite ver que la condena de las revoluciones es no solamente, después de cambiar el mundo, hundirse en sus contradicciones, no solamente restaurar con otros estilos, discursos, guiones y actores, lo que derrumba, sino que las clases sociales que provocaron y participaron en la revolución, pueden verse, en principio, casi inmediatamente, perseguidas y reprimidas por el propio Estado “revolucionario” que ayudaron a construir, sino que los sectores sociales, beneficiados por el uso del Estado, a través del gobierno clientelar, se vean enfrentados por el Estado que consideraban suyo.

Las lecciones históricas son duras para todos, pero no todos aprenden, es más, la gran mayoría no aprende de estas lecciones, prefiere repetir los errores cometidos como si no se pudiera salir de un habitus, prefieren repetir los mismos discursos no solamente desgastados sino inutilizados, pues no corresponden a la realidad efectiva, y embarcarse en sacrificios e inmolarse por una causa perdida. La nueva forma de gobierno que singularizará el Estado, lo que hace es reproducirlo de otra manera o de una manera ya conocida. Puede decir que “institucionaliza” el Estado que habría perdido su institucionalidad, incluso su legitimidad, empero, haga lo que haga no puede escapar a la marcha elíptica del círculo vicioso del poder. Para que no ocurra esto abría que salir precisamente de este círculo, no orbitar en el campo gravitatorio del poder. Lograr atravesar el horizonte de la civilización moderna, ingresar a otros horizontes de otra civilización, mas bien, de carácter ecológico; realizar el ejercicio pleno de la democracia, que consiste en el autogobierno del pueblo. Pero, este escenario mundial parece que todavía no cuenta con las condiciones de posibilidad históricas-sociales-políticas-culturales.

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Raúl Prada Alcoreza

Escritor, artesano de poiesis, crítico y activista ácrata. Entre sus últimos libros de ensayo y análisis crítico se encuentran Anacronismos discursivos y estructuras de poder, Estado policial, El lado oscuro del poder, Devenir fenología y devenir complejidad. Entre sus poemarios – con el seudónimo de Sebastiano Monada - se hallan Alboradas crepusculares, Intuición poética, Eterno nacimiento de la rebelión, Subversión afectiva. Ensayos, análisis críticos y poemarios publicados en Amazon.

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