Bolivia: ¿golpe o (contra)revolución?

Fernando Molina / Nuso.org .- ¿Cómo interpretar lo ocurrido en Bolivia? El movimiento que culminó con la renuncia de Evo Morales y la polémica proclamación de Jeanine Añez como presidenta interina fue producto de diversas dinámicas y anuncia un giro político-ideológico en un sentido conservador. No obstante, el escenario boliviano no está cerrado.

El presidente boliviano Evo Morales fue derrocado. Para varios países, miles de observadores extranjeros y muchos bolivianos, fue obra de un golpe de Estado. Los motivos que tienen para pensar así son diversos, pero entre ellos sobresale la secuencia de los acontecimientos del pasado 10 de noviembre. Poco antes de que Morales leyera su renuncia en la televisión estatal, compareció ante la prensa el alto mando militar, y su jefe, el general Williams Kaliman, «sugirió» al presidente que dimitiera. «Post hoc ergo propter hoc»: como un hecho sucede a otro, se supone que es causado por este. Esto no considera, entre otras muchas cosas, que también la Central Obrera Boliviana (COB), liderada por un dirigente cercano al oficialista Movimiento al Socialismo (MAS), el minero Juan Huarachi, pidió que Morales renunciara. ¿Por qué Huarachi, insospechable de ser «proimperialista», hizo algo así? Porque en la movilización contra Morales actuaron mineros de Potosí, una región que hasta 2015 fuera un bastión del MAS y luego se volcó en contra de él, a causa de lo que sus dirigentes llamaron el «ninguneo» de la región.

Por otro lado, otros muchos bolivianos consideran que el proceso que derrocó a Morales fue una revolución libertadora contra un «dictador». Una idea que no considera cuestiones como las siguientes: ¿por qué esta «dictadura» no intentó echar mano de los militares para defender su poder? ¿Por qué no trató de acallar a los medios de comunicación en los que, durante los 18 días que duró la movilización, los dirigentes de los comités cívicos llamaron insistentemente a empujar al presidente fuera de su cargo? Y las preguntas siguen.

La verdad no está en las interpretaciones ideológicas. Sin embargo, seguramente el debate doctrinal sobre los sucesos bolivianos –golpe o revolución libertadora– será tan interminable como irreconciliable. Este artículo, lejos de intentar cerrar la discusión, quiere abrirla, proporcionando nuevas perspectivas. Veamos.

La primera causa de la caída de Morales fue un levantamiento masivo de los sectores urbanos y de clase media de la población, que paralizó todas las ciudades del país, con la excepción de La Paz y El Alto, y logró trabar el funcionamiento normal del país. Este levantamiento comenzó luego de que el Tribunal Electoral anunciara que el resultado de las elecciones del 20 de octubre había sido la victoria en primera vuelta de Morales –resultado que la auditoría de las elecciones de la Organización de Estados Americanos (OEA), solicitada por el gobierno boliviano, consideraría posteriormente ilegítimo–. Sin embargo, las motivaciones de la gente para actuar iban más allá de la «indignación por el fraude». La clase media «tradicional» nunca aceptó del todo a Morales. Las razones eran varias: desde su condición de indio, que siempre fue un factor importante de rechazo, hasta la devaluación, en su gobierno, de los capitales educativos respecto de otro tipo de «capitales» (ser dirigente social era más importante para obtener un puesto público que tener un doctorado), lo que perjudicaba sus aspiraciones.

Ahora bien, esta oposición más o menos constante de una clase a un gobierno que le quitó poder simbólico y político se radicalizó y amplió a las clases populares por dos causas: a) la decepción general por la maniobra que Morales ejecutó para poder ser reelegido una vez más, pese a haber perdido el referéndum de 2016, convocado para eliminar la prohibición constitucional que se lo impedía; b) las múltiples irregularidades y contradicciones del proceso electoral del 20 de octubre de 2019 y la ineptitud de los conductores del Tribunal Electoral.

La complicada y trabada aplicación institucional del primer factor vació al Tribunal Electoral de capacidades técnicas y de credibilidad social. También generó, entre bolivianos de diversas clases sociales, la creencia de que el gobierno era capaz de toda clase de triquiñuelas (de aplicar la vernácula «viveza criolla») para permanecer en el poder.

Por estas razones, no solo la oposición estaba ya predispuesta a denunciar fraude antes de la misma realización de las elecciones, como denunció el MAS, sino que su denuncia caló y pudo ser creída por amplísimas capas de la población. La desconfianza de la gente respecto del gobierno fue determinante en la dinámica de radicalización de la protesta, pese a las concesiones realizadas por el presidente, y también fue clave en la adhesión de ciertos sectores populares e indígenas a las demostraciones de las zonas del país y las clases más cerradamente antievistas. ¿Y qué provocó esta desconfianza? No otra cosa que la actitud reeleccionista de Morales, que chocaba con la cultura política boliviana, tradicionalmente favorable a la alternancia.

El factor básico de la caída de Morales fue la sublevación de las ciudades junto a algunos sectores de trabajadores. Pero el factor desencadenante fue el motín de la Policía, que se debió a razones enraizadas en la gestión gubernamental (con Morales, la Policía perdió privilegios y recibió menos beneficios que los militares). Sin embargo, al estar esta institución semimilitarizada, por fuerza su comportamiento tuvo que ser precedido por un proceso previo de descomposición de la disciplina, que ocurrió por la «presión social ambiente», como ocurre en todas las insurrecciones.

El pueblo abruma a los uniformados con sus solicitudes y chantajes emocionales. Así lo retrataron clásicamente los grandes teóricos de la toma violenta del poder. Con una anticipación de más de un siglo, Lenin describió los sucesos de los últimos días y las últimas horas de Morales, cuando dijo que una situación revolucionaria se caracterizaba por que «los de arriba ya no pueden seguir mandando como lo hicieron hasta ese momento».

En efecto, el resorte último del poder, los cuerpos militares, inicialmente subordinados al gobierno, al cabo se independizaron de este y comenzaron a actuar de manera errática, contradictoria y, en suma, tan sediciosa como la de los manifestantes: la Policía, de forma activa, al sumarse a estos; las Fuerzas Armadas, de manera pasiva, al negarse a defender al presidente, primero, y al pedirle su renuncia, después.

Huelga general, paralización de la vida urbana, organización espontánea de las masas a fin de administrar los servicios básicos y los medios de transporte, desarrollo embrionario de órganos coercitivos, toma de instituciones estatales, «poder dual» en amplias zonas del territorio: todos estos fenómenos, que forman un cuadro familiar para la izquierda porque fueron parte de insurrecciones espontáneas caras a su historia (por ejemplo, la de 1905 y la de febrero de 1917, en Rusia), también se dieron en Bolivia durante las más de dos semanas de duración de la crisis.

Ahora bien, «insurrección» solo es el nombre de una forma, la más extrema, de alteración del orden social, cuando este se resquebraja y cede a una presión incontenible proveniente desde abajo. El concepto no dice nada acerca de la naturaleza de este orden ni de la dirección de la fuerza ascendente que lo rompe.

Bolivia es un país de insurrecciones. René Zavaleta decía que era la Francia de Sudamérica, donde la política se daba en su aspecto clásico: por medio de revoluciones y contrarrevoluciones. Hace 16 años, otra sublevación parecida a la actual, pero de signo contrario, derrocó al presidente Gonzalo Sánchez de Lozada. En junio de 2005, otra insurrección terminó con el gobierno de Carlos Mesa.

¿Qué orden se venía abajo en aquellos tiempos? El orden democrático elitista neoliberal. ¿Cuál era el sentido de la fuerza ascendente que lo echó abajo? Progresista, democrático-comunitarista y antielitista. Al triunfar, esta fuerza consumó una revolución política (y no social, según la célebre diferenciación marxista) de carácter antielitista, izquierdista, nacional-popular e indigenista. Por una serie de contingencias, esta pudo ser contenida por el marco democrático-liberal. Dadas sus características, esta revolución, en el plano geopolítico, impuso al norte (más indígena e indigenista) sobre el sureste del país (más blanco y conservador); es decir, a La Paz y El Alto sobre Santa Cruz-Sucre-Tarija.

Ahora bien, ¿cuál era el orden que cayó con Morales? El democrático, corporativo, reeleccionista y plurinacional. ¿Y cuál es el sentido de la fuerza ascendente que lo derribó? No lo sabemos todavía del todo, aunque ya existen algunos indicios:

– una fuerza dirigida por representantes de las clases altas pero populista, capaz de dirigirse a la población en general e interesada en influir sobre todas las capas sociales;

– una alianza entre dos sectores sociales: uno predominantemente blanco y urbano, con exiguos nexos con los sectores indígenas, y otro popular e indígena, sobre todo en Potosí;

– una fuerza que viene desde el sureste del país y logra una adhesión precaria de La Paz, El Alto y Cochabamba, pero que aún no está consolidada en estas ciudades;

– una fuerza antagónica al modelo económico y político de Evo Morales. Por tanto, antiestatista (¿hasta qué punto?) y opuesta (¿hasta dónde?) al Estado Plurinacional o Estado con derechos especiales para los indígenas. En este sentido, es importante lo que pasó con la bandera indígena o wiphala. Durante toda la movilización, fue signo del MAS y quien la portaba se delataba como simpatizante de ese partido y como enemigo. Pero luego de la renuncia presidencial y ante la violenta reacción de ciertos grupos indígenas a la caída de Morales y, sobre todo, ante la quema y la falta de respeto a la wiphala que se dio en la revuelta, los líderes de esta no se hicieron problema e incorporaron esta divisa a su repertorio de agitación política;

– una fuerza conservadora, que busca «regresar al Señor y la Biblia al Palacio», que aglutina seguidores y que representa su movilización –en el sentido teatral de «representar»– con un ceremonial religioso;

– una fuerza que se alinea bajo el signo de la democracia liberal anticorporativa, que aún no sabemos si podrá desplegarse en un marco democrático y si logrará o no formar un gobierno plenamente legítimo.

En suma, podemos decir que el triunfo de esta fuerza por medio de una insurrección es simétrico, pero inverso, al triunfo insurreccional del ciclo nacional-popular (2006-2019). La historia boliviana oscila pendularmente: un cambio de elites –una revolución política– se despliega y prepara las condiciones para otro cambio de elites –otra revolución política–, que entonces funciona respecto a la primera como una contrarrevolución.

Se trata, insisto, del ya muchas veces observado movimiento de péndulo de la historia boliviana, que va del proyecto de las elites al proyecto contraelitario, y viceversa. Se trata, para decirlo con otra figura, del «ciclo nacionalismo-privatismo-nacionalismo». O, para usar términos famosos en el debate boliviano, se trata del «empate catastrófico» entre dos bloques sociales, dos tipos de elites, dos áreas geográficas, dos visiones del país que los dirigentes bolivianos, empeñados en juegos ganar-ganar, hasta ahora no han sido capaces de conciliar y reconciliar.

Morales logró tener la hegemonía política entre 2009 y 2014, pero no pudo conservarla porque no supo hacer la concesión clave a la otra parcialidad: sacrificar su reelección, lo que le hubiera permitido institucionalizar el poder del MAS. Por su parte, las fuerzas ascendentes del momento tuvieron la oportunidad de pactar con Morales una salida más ordenada de su gobierno, cuando, hacia el final, este pidió una reunión para definir qué hacer con la crisis. Pero prefirieron no pactar y quitarle todo el oxígeno al presidente, porque se engolosinaron con la posibilidad de una victoria «final» sobre su gran rival de tantos años. El resultado ha sido una victoria para ellas, pero una derrota dura para las fuerzas contrarias, y por tanto una situación inestable y potencialmente explosiva, como se ha podido ver en los primeros días del nuevo poder.

La falta de un sistema de pactos que permita tramitar la «grieta» entre las elites plebeyas y las elites antiguas o tradicionales: tal es la razón por la que el país no logra un «consenso nacional» y se precipita en un círculo vicioso de revoluciones y contrarrevoluciones.

Golpe de Estado, revolución y contrarrevolución son tres formas de ruptura del flujo democrático; pueden dar lugar, como en 2003-2005, a procesos políticos que luego se reinserten en tal flujo, cumpliendo un requisito urgente en los tiempos que corren, y a procesos que no lo logren, una falencia que, en estos mismos tiempos, conduce al fracaso en el plano internacional. Cada una de estas categorías tiene implicaciones preceptivas o de «deber ser». Se supone que «no se debe» ser golpe de Estado, que se «debe» ser revolución, etc. De ahí que estos conceptos politológicos, estos artefactos teóricos, se conviertan en instrumentos de la batalla política.

Más allá de esta instrumentalización, nosotros podemos recuperar el sentido «verdadero» del léxico. Descartaremos, entonces, el concepto de «golpe de Estado», entendido en su sentido de putsch, «blanquismo» o conspiración externa al proceso político concreto y, por tanto, sin responsables: un producto exclusivo de la voluntad ajena, concepto que absuelve al gobierno de Morales de todo error y que minimiza su desgaste de 14 años en el poder. Nos quedaremos, más bien, con este péndulo revolución-contrarrevolución, como expresión de la fractura social que divide a la sociedad boliviana.

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