La corrupción de Carlos Mesa: espejo de la clase media boliviana

Alejandro Saravia

Las elecciones en Bolivia a llevarse a cabo el próximo 20 de octubre presentan un quiebre fundamental entre mundo indígena y mundo colonizado; entre ciudades y áreas rurales, entre la búsqueda de una alternativa al neoliberalismo y el sometimiento a un orden internacional que avala el saqueo y la destrucción de sociedades y medioambientes. Tal es la diferencia entre Evo Morales y Carlos Mesa

Este quiebre fue visible en los cabildos y concentraciones que se llevaron a cabo en Santa Cruz, Cochabamba y La Paz, donde una población sobre todo de clase media, mal informada, carente de perspectiva y que desconoce los libretos preparados desde Estados Unidos para derrocar a gobiernos que no se someten al catecismo neoliberal de Washington, ha avalado el desconocimiento del resultado de los comicios si estos reflejan una victoria del MAS. Es decir, viva la democracia si le conviene a la derecha neoliberal; pero que muera la democracia si esta no produce los resultados que los gringos esperan.

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Esa clase media, que políticamente expresa un racismo que aplastó por siglos saberes y formas de reproducción cultural de los pueblos originarios, nunca ha aceptado que un indio pueda ser presidente de Bolivia, ni que pueda gobernar con resultados concretos de reducción de la pobreza y nacionalización de las riquezas naturales, que por siglos solo beneficiaron a una minoría de la población. Si esa clase media boliviana pudiera, y si la ciencia lo permitiría, ella borraría el color de su piel morena, para ser todos blancos, altos y hablantes del inglés, como alguna vez ya lo expresó una Miss Bolivia.

En una entrevista a la Deutsche Welle el pasado 9 de octubre, Carlos Mesa, candidato de una organización llamada Comunidad Ciudadana, declaró que no reconoce la “candidatura ilegal de Morales”, afirmando en un tono mesiánico que está en él no dejar que Morales se quede en el poder. Si se trata de una candidatura ilegal, ¿por qué avalarla participando en ella? Esta contradicción se explica por ese rasgo histórico de la clase media boliviana, que es de acomodarse a la situación, no perder ni soga ni cabrito, y buscar el peculio personal. Es la angurria del poder que le lleva a Mesa explicar que su posición “no es ni de izquierda ni de derecha”, tal como le conviene a un comodín que se adapta a las exigencias de la “comunidad internacional”, que no es otra cosa que las órdenes que vienen de Estados Unidos. Carente de principios, Carlos Mesa es la veleta presta a girar hacia donde los vientos de la conveniencia soplen.

Mesa repite el libreto aplicado contra el gobierno de Venezuela. Ya un año antes, en diciembre de 2017, el Partido Socialista Unidos de Venezuela había logrado una victoria contundente en las elecciones municipales. Este resultado mostró la bancarrota de la oposición apoyada por Estados Unidos y fue señal de que Maduro ganaría en las elecciones presidenciales de mayo de 2018, boicoteadas por la oposición. Mesa, muy listamente dice que “no va a regalarle (a Morales) la elección como los venezolanos se la regalaron al chavismo”. Una declaración superficial que implicaría que todos los venezolanos conformaban la oposición a Maduro. Siguiendo el libreto preparado para el mestizo aspirante a presidente, sin presentar prueba alguna, éste afirma sin empacho que “el fraude se está consumando”. El candidato sabe entonces que va a perder las elecciones y busca ahora posicionarse para las maniobras que vendrán, siguiendo el ejemplo de Guaidó en Venezuela. Después del 20 de octubre, es muy probable que, tras una posible derrota, Mesa se autodeclare “presidente de Bolivia”

Más allá de una lectura de izquierda o de derecha, existen hechos concretos que demuestran la falta de cualidades éticas, la ausencia de honestidad intelectual, y una clara conducta de mercenario político en las acciones de Carlos Mesa.

La falla ética más grave, que lo descalifica como posible mandatario, es el haberse negado a apoyar las demandas de justicia de parte de los familiares de los más de 60 bolivianos asesinados en la ciudad de El Alto hace 16 años, por órdenes del entonces presidente Gonzalo Sánchez de Losada, que huyó a Estados Unidos tras su renuncia el 17 de octubre de 2003 y del cual Carlos Mesa era el vicepresidente.

Pese a los insistentes pedidos de parte de abogados bolivianos, de los familiares de las víctimas, de los abogados en Estados Unidos para que preste declaración ante la justicia de ese país para esclarecer responsabilidades sobre esas muertes; pese a que se le ofreció declarar desde Bolivia en apoyo a la causa de los caídos en defensa de los recursos naturales para los bolivianos, Mesa se negó a ello.

A principios de abril de 2018 la Corte Federal de Fort Lauderdale, en Estados Unidos, responsabilizó de las muertes extrajudiciales a Sánchez de Lozada y a su exministro de Defensa, Carlos Sánchez Berzaín, y dispuso el pago de indemnizaciones a las víctimas. Sin embargo, un mes más tarde, el juez James Cohn revirtió ese fallo aduciendo la insuficiencia de pruebas. Fue el silencio cómplice de Carlos Mesa con los responsables de esos crímenes que se tradujo en la reversión de ese fallo, negando a las víctimas de esos crímenes, y a los bolivianos, el derecho a la justicia.

Entre las hipótesis en torno a las causas de la decisión de Carlos Mesa de no declarar en contra del expresidente boliviano, Gonzalo Sánchez de Lozada, algo que familias de las víctimas calificaron como una «traición», está la que sostiene que Mesa pidió y recibió el pago de cerca de un millón de dólares a cambio de fungir como vicepresidente de Sánchez de Losada. Esos fondos habrían salido del Tesoro público, bajo el rótulo de gastos discrecionales. Fue la posibilidad de que este acto de corrupción salga a la luz pública durante los contrainterrogatorios en Estados Unidos lo que habría hecho que Mesa se niegue categóricamente a prestar declaraciones sobre lo que ocurrió dentro el gobierno en octubre de 2003.

El que un historiador del cine boliviano, que ha destacado el trabajo de Jorge Sanjinés, que conoce muy bien las primeras imágenes de la película “El coraje del pueblo”, en las cuales el ejército boliviano comete una de las tantas masacres mineras de nuestra historia, se niegue a apoyar a las víctimas de otra masacre, la de El Alto en 2003, no puede ser calificado de otra manera que como una ausencia de honestidad intelectual. Carlos Mesa no es un candidato vendedor de cerveza o de cemento, ni es un candidato evangelista sin capacidad de poder leer un texto de manera crítica. Es más bien un personaje que, como historiador, podría haber profundizado en los modos históricos de funcionamiento colectivo de los pueblos originarios, que se han transmutado, se han sincretizado en las modalidades de organización social bajo un modelo capitalista, como son los sindicatos, o las fraternidades. Un historiador que considere las posibilidades de su investigación, no se habría contentado con la aplicación maniquea de un modelo de democracia llamado “occidental” y habría explorado las formas de recuperar modos de gobernabilidad enraizados en la historia y la memoria de quechuas, aymaras y otros pueblos de la plurinacionalidad boliviana.

Carlos Mesa es la expresión de la esterilidad política de la clase media boliviana, que no puede imaginar otro mundo que no sea el producido por la ideología de la sociedad capitalista y consumidora. Una clase que copia y repite modos hegemónicos de funcionamiento político y social. Una clase media que repite hasta el cansancio que “no queremos ser Cuba ni Venezuela”, sin conocer las especificidades históricas de esos procesos. Una clase media que invoca a un Cristo como herramienta de represión de las diversidades, que ignora el potencial liberador del amor cuando éste se hace solidario, comprometido, que no es indiferente con los pobres. Una clase media que repite slogans, frases, lugares comunes de la Guerra Fría que ya han sido cocinados y ensayados para ella fuera del país, sin analizar ni sus orígenes ni sus mecanismos de circulación. Una clase media que no ha leído a Marx, que no entiende la noción de bien común, que defiende la llamada “libertad de empresa”, “el sector privado”, “el mercado” como única fuente de organización (y destrucción) social. Una clase media que defiende ciegamente a una burguesía local, que aspira a serlo, y que históricamente ha sido más bien una clase compradora, importadora y exportadora, y que se niega a pagar lo que cuesta la reproducción material y social de la fuerza del trabajo. Esta clase media, enardecida, cree que el neoliberalismo les ayudará a progresar; que el neoliberalismo, el capitalismo salvaje a lo Macri, a lo Bolsonaro, a lo Lenin Moreno, salvará a Bolivia, sin ver ni entender el costo de destrucción que el planeta esta pagando a causa de esas políticas.

Lo que la clase media boliviana quiere para el 20 octubre es tener un presidente que no sea un indio; que no sea un Quispe, sino un Gisbert, un mestizo que con una sonrisa de mendigo entregue de nuevo el país a los patrones estadounidenses.

El racismo en Bolivia, como expresión de colonialidad, se centra tanto en Evo Morales, que pierde de vista la dirección por la que debe continuar el proceso de cambio en el país. A la clase media boliviana le importa más cambiar de chofer del autobús, sin importarle qué camino va a recorrer dicho bus. Lo que importa es dejar de ser colonia, continuar con el proceso de ruptura con el neoliberalismo, que debe ser desmantelado. Los actores políticos son siempre pasajeros, lo que cuentan son los procesos de independencia económica, política, social y cultural. Esto es lo que los operadores de Estados Unidos quieren evitar a toda costa, utilizando inclusive golpes de Estado mediante el uso de cabildos, redes sociales, parlamentos, los ONG, medios de comunicación y grupos de choque.

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