Decadencia y círculo vicioso del poder

Raúl Prada Alcoreza

No se encuentra en las ideas el secreto de la política, las ideas legitiman las acciones, aunque éstas no se correspondan con las ideas. No es que el secreto se encuentre en las acciones, o en el tipo de formato que siguen las acciones, sino, por así decirlo, en el consabido lenguaje estructuralista, en las estructuras subyacentes que rigen las acciones, aunque las acciones mismas puedan escapar intermitentemente a las estructuras estructurantes. Sin embargo, las ideas juegan un papel, fuera del relativo a la legitimación o de ungir discursivamente a la política; el papel de las ideas en la política es de hacer de dispositivo expresivo que acompaña a las acciones. Las acciones adquieren una tonalidad evocativa, cobrando la elocuencia de la gramática del lenguaje, habiendo sido parte de la gramática material de las prácticas.

Lo que hemos venido denominando poder, con las distintas connotaciones y las denotaciones que le atribuye la teoría critica y la crítica genealógica, es, como dice Michel Foucault, un ejercicio; es más, se trata de un conglomerado de efectuaciones, por medio de las cuales se ejercen las dominaciones polimorfas. El poder no solo se corresponde con estructuras subyacentes de dominación, cristalizadas en las subjetividades y en las instituciones, sino que se expande como campo de fuerzas, campo que define sus distribuciones, sus cartografías, sus tendencias y sus conformaciones duraderas. Pero, el poder no solo queda definido en el campo o campos de fuerzas que configura, sino que se convierte en sociedad institucionalizada. Este es el nivel de institucionalización del poder, también el nivel de socialización del poder. Es así como el poder adquiere capacidad de reproducción; el poder se reproduce a través de las mallas institucionales, a través de las prácticas reiteradas en la sociedad institucionalizada, reconfigurándose a través del campo de fuerzas que lo sustentan.

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El problema del poder es que no puede reproducirse indefinidamente, como ocurre con las reproducciones biológicas, no solo porque requiere de las condiciones de posibilidad institucionales y sociales, además de las composiciones subjetivas logradas, sino porque no funciona, como en biología, a través de los programas genéticos, que tienen su propia autonomía, por así decirlo, y capacidad creativa. El poder funciona comunicativamente; se presenta a la sociedad con el esplendor de la formación discursiva y de la formación ideológica; busca, en principio, convencer y adquirir legitimidad en la opinión pública. Empero, como el convencimiento exige, como en las antiguas reglas de la retórica, la empatía, la formación ideológica no perdura. La opinión pública es exigente, es más, requiere de su propia participación en la construcción del consenso. En consecuencia, al no poder aceptar este ejercicio democrático, el poder se traslada al ámbito de la propaganda, es decir, del montaje, de la simulación, del impacto, para lograr incidir en los comportamientos de la opinión pública, de la población que nace de sociedad. Cuando esto ocurre, se abandona propiamente el ejercicio democrático; es sustituido por el engatusamiento del impacto comunicativo, más tarde, por la economía política del chantaje.

El poder adquiere distintas formas histórico-políticas, conocidas en la experiencia social, descritas por la historia política y las ciencias sociales. El análisis político se ha perdido y dejado atrapar por estas formaciones políticas, olvidando que estas formaciones no son otra cosa que efluvios de las dinámicas inherentes de las máquinas de poder, que responden a estructuras subyacentes. En otras palabras, en la sencillez de los esquematismos, las formaciones políticas liberales y las formaciones políticas socialistas, aunque se distingan en sus discursos, en la ideología, incluso en los estilos de gubernamentalidad, no hacen otra cosa que reproducir las dominaciones polimorfas, que pueden adquirir recomposiciones, dependiendo de las correspondencias que se dan entre las formaciones sociales y las formaciones políticas. Lo mismo pasa con las formaciones populistas, en contraste con las formaciones neoliberales; son distintas versiones histórico-políticas-ideológicas del ejercicio del poder. Lo que hay que atender, para comprender el funcionamiento del poder, es precisamente a lo que hemos nombrado estructuras subyacentes, los campos de fuerzas, las mallas institucionales que hacen a la sociedad institucionalizada, los esquemas de comportamiento social y los esquemas prácticos.

Al parecer se han agotado los recursos de la reproducción del poder, primero, sus actos de convencimiento, después, su acción de comunicación propagandística, para concluir con el agotamiento de sus formas de convocatoria institucionales, las cuales se deformaron en formas clientelares, retornando a los perfiles descarnados del ejercicio del poder, la recurrencia a la violencia desnuda. Incluso se habría agotado este recurso intermitente de la violencia descarnada. Entonces, al parecer, el poder se encuentra en plena crisis estructural, ya no puede reproducirse, salvo virtualmente.

La historia de las formaciones políticas parece reiterativa; hay regularidades recurrentes sorprendentes, no atendidas por las ciencias sociales. Una de estas, mencionada varias veces por nosotros, es que el decurso romántico de la política en la modernidad, que tiene como epicentro a la revolución, repite una fatalidad, por así decirlo; las revoluciones cambian el mundo, pero, se hunden en sus contradicciones. Las revoluciones, después de los primeros cambios, restauran lo que derribaron, claro que en otras condiciones y situaciones[1]. Los revolucionarios están demás una vez que se toma el poder; se requiere de funcionarios. Por el otro lado, las formas liberales, que también tienen una revolución como antecedente, que intentan prolongar como república la institucionalidad de la democracia formal, logra conformar un Estado de Derecho, incluso una malla institucional estable, empero, en la medida que el ejercicio democrático exige consensos sociales y participación, la institucionalidad se va convirtiendo en un referente, que no se cumple plenamente, y el Estado de Derecho queda petrificado como ideal jurídico-político, sin poder realizarse, como corresponde. Los Estado liberales ingresan también a las contingencias de la crisis; sus mallas institucionales son atravesadas por las formas paralelas del poder, las instituciones se corroen y se termina haciendo política de una manera también demagógica.

En consecuencia, no parece adecuado tomar en serio las delimitaciones ideológicas, como si las formaciones políticas fuesen irreconciliablemente antagónicas, mas bien, desde la perspectiva compleja, se las puede considerar complementarias, en un largo plazo, inclusive mediano, dependiendo de las circunstancias. Se trata entonces de formaciones políticas complementarias en lo que respecta a la reproducción del poder. Por lo tanto, los referentes del análisis político no parecen adecuados; por ejemplo, en los más conocidos y usados trilladamente, como el relativo al esquematismo dualista de “izquierda” y “derecha”. Como dijimos antes, el liberalismo hace hincapié ideológicamente en el ideal de la libertad, en tanto que el socialismo lo hace en el ideal de justicia; empero, no hay que olvidar que el acto inicial ideológico y político, más bien, expresaba ambos ideales de manera conjunta e integrada; esto se dice en el conocido slogan de la revolución francesa de libertad, igualdad, fraternidad, también de solidaridad. Se puede interpretar que lo que pasa después corresponde a una escisión arbitraria de tales ideales. En otras palabras, tanto el socialismo como el liberalismo tienen la misma raigambre en el nacimiento de la política en la modernidad. En una arqueología de la ideología podemos encontrar que la oposición y hasta el antagonismo político entre socialismo y liberalismo se debe a la diferenciación entre los ideales de libertad y justicia, como si fueran disociables. Desde este punto de vista, la formación discursiva liberal y la formación discursiva socialista se conforman sobre la base de la desintegración de la utopía política moderna inicial. Asombrosamente ocurre como lo que ocurre con las religiones monoteístas, que tienen como nacimiento enunciativo y simbólico la abstracción de lo Uno o la Unidad arcaica, que proviene de la filosofía antigua, aunque también de la narrativa religiosa zoroástrica. La religión de jehová, la religión judía, se escinde en la religión cristiana y más tarde en la religión musulmana. Aunque ciertamente, la escritura sagrada va a transformarse y llegar a plasmarse de manera distinta, estableciendo diferentes convocatorias religiosas, pasando de la convocatoria al pueblo escogido por Dios a la convocatoria a todos los pueblos del mundo, universalizando la salvación y el privilegio de ser hijos de Dios. Lo que se repite entonces, tanto en la historia de la religión como en la historia de la política, es la diferenciación de los desplazamientos narrativos y simbólicos, también imaginarios, respecto de su substrato religioso cultural, en un caso, político cultural, en el otro caso. Visto el asunto de esta manera, podemos también conjeturar que el substrato de la ideología se encuentra en el imaginario religioso, por lo tanto, el substrato de la política se encuentra en la religión.

Habría que tener una mirada circular y no lineal para acercarnos a la comprensión de lo que decimos o, si se quiere, mejor una mirada en espiral. Las formaciones políticas son recurrentes, se enrollan sobre sí mismas, como repitiéndose, aunque en cada argolla aparezcan distintas. Es más, reproducen los ejes vernáculares del poder envolviéndolos con las formas nuevas que adquieren los ejercicios del poder en la modernidad. La forma descarnada del poder como despliegue desnudo de la violencia reaparece en los momentos de crisis de la institucionalidad del poder o del poder institucionalizado. Desde esta perspectiva no es sorprendente que en la etapa tardía de la modernidad los Estados recurran de manera acuciosa, en momentos de emergencia, a la violencia descarnada, a la represión desnuda, incluso, de manera secreta, a la proliferación de la tortura. En esto comparten las distintas formaciones políticas, tanto liberales, socialistas, neoliberales, progresistas. No se distinguen en el recurso de la violencia desnuda en momentos de emergencia y de crisis.

En la perspectiva histórica, que no deja de ser lineal, aparecen secuencias que muestran una sustitución de distintas formas de gobierno, que, a la larga, la narrativa de la historia las presenta de una manera “evolutiva” o progresiva. Sin embargo, recientemente, en la historia reciente, no parece corroborarse la hipótesis evolutiva, pues asistimos a la decadencia política, en todas sus formas de gubernamentalidad desplegadas. La historia política narra las contingencias y los conflictos políticos como oposiciones y antagonismos ideológicos; la versión marxista, como lucha de clases. Sin embargo, cuando los enemigos comienzan a parecerse en sus acciones, incluso en sus comportamientos respecto del poder, se hacen notorias sus aproximaciones, relativizándose sus diferencias. Uno de los temas presentes compartidos es el relativo a la perdurabilidad. Las estrategias de poder apuntan a prolongar la perdurabilidad de la forma de gobierno. Para lograr este objetivo recurren a los más antiguos métodos del chantaje, de la coerción, del engaño, de la simulación. Su propia ideología es desvalorizada o convertida en mero recurso retórico; ya no interesa que se cumpla el ideal, sino que lo primordial se vuelve el permanecer en el poder o preservar la forma de dominación estatal. Es cuando el Estado se propone controlar a la sociedad por medio de la saturación comunicativa; ya no es la ideología, que era el instrumento de convocatoria y convencimiento político, el mecanismo primordial de la movilización, de la convocatoria y de la legitimización, sino son los medios de comunicación, informáticos y cibernéticos, los mecanismos fundamentales del espectáculo político.

Se puede decir que asistimos a la generalización de la decadencia en todos los campos de los espesores sociales. Particularmente, ahora, en este ensayo, queremos hacer hincapié en la decadencia política. La competencia política en la actualidad se caracteriza por el despliegue espectacular de los montajes mediáticos; el debate ideológico prácticamente ha desaparecido. Lo que importa ya no es convencer, ya no exactamente convocar, sino hacer creer, impactar, inhibiendo la capacidad de respuesta de la gente, sobre todo inhibiendo su facultad de raciocinio. Los gobiernos no se llegan a distinguir por los programas diferenciados, pues no hay tal diferencia, pues en el fondo responden a la continuidad variada del modo de producción capitalista y de la geopolítica del sistema-mundo moderno. En todo caso se diferencian por las siglas que componen al gobierno de turno. Más parece una competencia de grupos de poder, de clanes, que de proyectos de poder.

La decadencia política se hace patente en la recurrente repetición de lo mismo, de las mismas prácticas, aunque vengan acompañadas por distintos discursos y diferentes personajes. La imaginación política brilla por su ausencia.  Es más, recientemente, han aparecido y proliferado personajes inclinados a la apoteosis de la extravagancia exaltada de la provocación verbal. El teatro político se ha convertido en comedia banal, pero que usa grandes escenarios y difunde su trivialidad mundialmente a través de los medios de comunicación masivos. Estos personajes pueden emitir un discurso conservador o, en contraste, un discurso progresista; lo que menos importa es esto, lo que destaca es el estilo grandilocuente y la encarnación carismática de la política. Cuando los partidos políticos, cuando las ideologías, ya nada tienen que decir, pues están vacíos, el sistema político recurre a estrafalarios personajes, por lo menos para llamar la atención o para sacar de quicio al adormecido trámite político. El sistema político se ha topado con sus propios límites, entonces retrocede hasta la comedia e incorpora comediantes para mantener en vilo a los votantes.

El círculo vicioso del poder es la figura que expresa ilustrativamente esta reproducción recurrente de las dominaciones, que se realizan a través de las distintas formaciones políticas, adquiriendo, cada una de éstas, un perfil diferente del mismo substrato histórico-social-político-cultural. La configuración del círculo vicioso dibuja el fenómeno de la reiteración y el dilatado desgaste del ejercicio poder; también otorga imagen a la rotación de formas de gubernamentalidad que, a pesar de sus contrastes, repiten las regularidades de las dominaciones. Sobre todo, reproducen la economía política del poder, que separa poder de potencia, valorizando la expropiación abstracta de las fuerzas por parte del poder, respecto de la dinámica concreta de las fuerzas sociales, inventivas y creativas, valorizando lo abstracto, desvalorizando lo concreto, como en toda economía política. Reproduce la economía política del Estado, que separa Estado de sociedad, valorizando la síntesis política abstracta de la pluralidad social, desvalorizando las dinámicas moleculares sociales. Que reproduce la economía política de la representación, separando representación del referente concreto de lo representado, valorizando la delegación y representación, desvalorizando la praxis democrática. El círculo vicioso del poder funciona a través de estas economías políticas, que enajenan las formas de la potencia social, capturando parte de sus fuerzas, para reutilizarlas institucionalmente contra la potencia creativa de la vida.

Enfocando cartografías nacionales, se encuentran recorridos singulares de los círculos viciosos del poder particulares. En Bolivia el círculo vicioso del poder arranca con las oleadas de conquistas y las oleadas de colonización en los territorios del Collasuyo, parte constitutiva del Tawantinsuyo. El substrato del círculo vicioso de poder es colonial, como en el resto del continente.  El poder que se instaura es colonial, es decir, que se basa en el derecho de conquista, derivado de la guerra de conquista; por lo tanto, en la diferenciación de conquistadores y conquistados; en los términos del lenguaje institucional del virreinato, en la diferenciación entre españoles e indios. El poder colonial adquiere institucionalidad en las administraciones que se implantan; la legalidad del poder colonial se basa en la delegación soberana del rey al virrey y, después, en la delegación de éste a sus subalternos. En un momento de crisis, sobre todo por la desbordante disminución de la población nativa, por presión de parte de la iglesia, se promulgan los “derechos de los indígenas”, considerados vasallos de la corona. Estos derechos se hallan inmersos en las Leyes de Indias o Derecho Indiano. Se trata de un derecho esencialmente evangelizador, un derecho asistemático, un derecho casuístico, un derecho en que tiende a predominar el derecho público por sobre el derecho privado, una tendencia asimiladora y uniformista, un derecho que tendía a la protección del aborigen, un derecho fundamentado en el Principio de Personalidad del Derecho, un derecho íntimamente ligado a la moral cristiana y al Derecho natural.  Sin embargo, a pesar de las Leyes de Indias, lo que preponderó fue la facticidad de las prácticas de los conquistadores, de la burocracia colonial, de los propietarios de minas y de haciendas. En pocas palabras, el derecho indiano no se cumplió a cabalidad, distorsionado por el ejercicio efectivo de las dominaciones concretas.

 

Nacimiento político con carencias estructurales

El nacimiento de la república patentiza las carencias estructurales de su conformación. Se derrumba, más temprano que tarde, el proyecto, primero de Tupac Amaru, después de Simón Bolívar; en un caso, de la gran patria que se extiende desde el Pacífico hasta el Paititi, pasando por la región andina; en otro caso, el proyecto de la Gran Colombia. Conspiran contra este proyecto de lo que se conoce como la Patria Grande las oligarquías regionales, las cuales se circunscriben a los límites de sus haciendas y sus minas, renunciando, de entrada, a las condiciones de posibilidad históricas de la organización, estructuración e institucionalidad política de largo aliento. Estas limitaciones y mezquindades de casta van a repercutir en las historias singulares de los Estado-nación conformados, calificadas como “republiquetas”.  Los primeros periodos de la república van a manifestar los dramas políticos de una gran inestabilidad.

Después de la guerra de la independencia, el derecho colonial fue sustituido por el derecho liberal, que fue armándose de a poco, a partir de la promulgación de la Constitución. Sin embargo, el régimen liberal se conformó de manera restringida, manteniéndose fuera los derechos de las naciones y pueblos indígenas. En pocas palabras, en un principio, más o menos prolongado, los pueblos indígenas se mantuvieron fuera de la república, como si no existieran. El régimen liberal solo se conformó en las poblaciones criollas y mestizas. En comparación, las Leyes de Indias fueron más inclusivas que las leyes liberales criollas. Pero, compartieron la diferenciación colonial inicial, entre “blancos” y “mestizos”, por un lado, e “indios”, por otro lado. Lo que muestra la evidente herencia colonial del liberalismo criollo. Este liberalismo, sin sostén institucional, deriva rápidamente en la crisis temprana de la república.

Como contrastando la propia declaración de la independencia, la república flamante se sume en una crisis política crónica; el motín se convierte en la expresión facciosa de la crisis. Los primeros cincuenta años de la República se caracterizaron por la inestabilidad política, por constantes amenazas externas, que ponían en riesgo su independencia, soberanía e integridad territorial. Simón Bolívar abandona la presidencia en 1826, cumpliendo como tal un lapso corto en ejercicio. Nombra al Mariscal Antonio José de Sucre presidente de la República. El Estado-nación de Bolivia estuvo sometida a amenazas desde un principio; en 1825, el Imperio del Brasil invadió el oriente del país, ocupando la provincia de Chiquitos. En respuesta, el Mariscal Sucre envió una carta al Emperador del Brasil pidiendo que dejen la ocupación; el ejército invasor vuelve a su país. Antonio José de Sucre gobernó hasta 1828, año aciago, cuando una secuencia de revueltas y conspiraciones le hicieron renunciar al mando presidencial. Como condena, perfilando el destino del Estado-nación de Bolivia, declarada “hija del libertador”, las invasiones continuaron su decurso anexionista; se produce la invasión de tropas peruanas de 1828, lideradas por Agustín Gamarra, cuyo objetivo principal era forzar la salida de las tropas de la Gran Colombia. El conflicto bélico terminó con el Tratado de Piquiza; dándose lugar a la retirada peruana de territorio boliviano, empujando a la renuncia del presidente Sucre; buscando la instauración de un gobierno opaco, alejado de la irradiación del libertador.

Ante este panorama turbulento, amenazante, dibujado por facciones en pugna, se busca una solución, salir de la dramática crisis inicial de la república; en 1829 fue nombrado presidente el Mariscal Andrés de Santa Cruz y Calahumana por la Asamblea Nacional. Andrés de Santa Cruz se destaca por lograr una relativa estabilidad política, además de demostrar su destreza como estadista, convirtiéndose en un constructor de aquella institucionalidad en ciernes. En la historiografía, se lo califica como forjador, también como artífice de la inicial organización del Estado-nación; entre sus gestiones se puede señalar la reforma y reorganización del ejército, incorporando una concepción militar napoleónica. El país vecino, el Perú, también sufre las contingencias y avatares del nacimiento vulnerable de la república; el presidente Luis José de Orbegoso y Moncada Galindo solicita ayuda al Mariscal Santa Cruz, buscando restablecer el orden en su país. El ejército boliviano ingresa a territorio peruano, derrota a las tropas del sublevado Felipe Salaverry. En estas condiciones histórico-políticas críticas se conforma la Confederación Perú-boliviana, que inicia su breve vida en 1837, nombrando al Mariscal Santa Cruz como su Protector. La Confederación Perú-boliviana se constituyó con los estados Nor peruano, Sur peruano y Bolivia. Como se sabe, la Confederación Perú-boliviana no logra consolidarse, pues tiene que enfrentar el desacuerdo de otros Estado-nación en concurrencia. El Estado de Chile y la Confederación Argentina, además de peruanos contrarios a la Confederación Perú-boliviana, se levantan en contra. Entre 1837 y 1839, se da lugar la guerra contra la Confederación Perú-boliviana. A pesar de que se comienza con victorias del ejército confederado peruano y boliviano, frente a la invasión argentina y chilena, ocasionando la retirada de estas fuerzas, ratificando su derrota con la firma del Tratado de Paucarpata, las consecuencias de la victoria no duran mucho. La guerra vuelve a darse, el Ejército Unido Restaurador, compuesto por chilenos y peruanos contrarios a la Confederación Perú-boliviana, reinicia la conflagración; en la Batalla de Yungay el ejército confederado es derrotado, con lo que se deriva en la disolución de la Confederación Perú-boliviana, disolución acaecida en 1839, conllevando, además, el derrocamiento del Mariscal Andrés de Santa Cruz y Calahumana.

Haciendo el recuento de esta guerra contra la Confederación Perú-boliviana, las tropas del gobernador de Buenos Aires Juan Manuel de Rosas también intervinieron contra la Confederación; la consideraba refugio de sus enemigos políticos, los unitarios, así como de los caudillos de la guerra gaucha contra la oligarquía del puerto de Buenos Aires. El general boliviano, de origen alemán, Otto Philipp Braun concentró tropas en Tupiza; a fines de agosto de 1837 ingresó en la Provincia de Jujuy. El ejército confederado logra varias victorias, llegando a ocupar sectores fronterizos de las provincias de Jujuy y Salta; mediante contraataques argentinos, estos invaden territorio de la Confederación. El ejército argentino fue derrotado en la Batalla de Montenegro. El 22 de agosto de 1838, las tropas argentinas se retiran, después de los eventos dados en Yungay; con esta victoria se pone fin a la guerra[2].

Con la desaparición de la Confederación Perú-boliviana, el Estado-nación de Bolivia ingresa al derrotero de una continua crisis política, particularmente expuesta a enfrentamientos políticos entre partidarios y contrarios de la unión con el Perú. El presidente peruano Agustín Gamarra, partidario de la anexión de Bolivia al Perú, promueve la invasión de territorio boliviano, llegando a ocupar varias zonas del Departamento de La Paz. Ante esta emergencia, se convoca a la unidad para enfrentar la guerra; se otorgan los poderes del Estado a José Ballivián y Segurola. El 18 de noviembre de 1841 se dio lugar la Batalla de Ingavi, en la pampa altiplánica, en las proximidades de la población de Viacha, el ejército boliviano derrota a las tropas peruanas de Gamarra, que muere en plena batalla. Una vez terminada la batalla de Ingavi, tropas de la Segunda División boliviana, al mando del general José Ballivián, ocupan el Perú, desde Monquegua hasta Tarapacá. Estallan diversos frentes de lucha en el sur peruano. En ese contexto, el Ejército boliviano, no concontaba con tropas suficientes para mantener la ocupación. En la batalla de Tarapacá, montoneros peruanos formados por el mayor Juan Buendía, derrotaron el 7 de enero de 1842 al destacamento dirigido por el coronel José María García, que muere en el enfrentamiento. Las tropas bolivianas desocupan Tacna, Arica y Tarapacá en febrero de 1842, replegándose hacia Monquegua y Puno. Los combates de Motoni y Orurillo expulsan a las tropas bolivianas, que inician posteriormente la retirada, dejando la amenaza de una invasión. Como consecuencia de estos eventos se firma el Tratado de Puno[3].

Luego de la disolución de la Confederación, el general José Ballivián reunió a todos los contingentes rebeldes, logrando hacerse proclamar presidente de la República. En 1841 había tres Gobiernos; uno legítimo, en la ciudad Sucre, presidido por José Mariano Serrado, que suplía al Mayor General José Miguel de Velasco (1839-1840), oriundo de Santa Cruz de la Sierra, quién estuvo varios años exiliado en Argentina. Los otros dos gobiernos resultaban ilegitimos, el de la Regeneración en Cochabamba, y el del general José Ballivián en La Paz. Ante el peligro de la invasión de Agustín Gamarra, el pueblo boliviano se unifica, reuniéndose alrededor del general José Ballivián; los bolivianos se alistaron en el ejército, situándose la tropa en las llanuras de la altiplanicie de Ingavi. Antes de la batalla, en comparación, era más numerosa la tropa peruana, empero, la inferioridad numérica de la infantería boliviana fue compensada por un nuevo tipo de fusil, adquirido recientemente de Europa, conocido popularmente como “hannoveriano“; este fusil poseía un proyectil ajustadamente calibrado, pudiendo disparar al mismo tiempo pequeñas balas esféricas. Las tropas de José Ballivián se encontraban en el frente, en condiciones de inferioridad numérica, además de adolecer de poca experiencia militar, enfrentándose a las tropas veteranas de guerra al mando de Agustín Gamarra; en ese momento ingresó un ejército numeroso, comandadas por el veterano de guerra Mayor General José Miguel de Velasco, quién, sin embargo, había concurrido a La Paz para efectuar un golpe de Estado, buscando retomar de esta manera la presidencia. En las circunstancias del eminente conflicto bélico, depuso sus pretensiones políticas, en cambio, condujo a los veteranos de guerra al campo de batalla; con lo que el ejército boliviano se vio fortalecido[4]. El 18 de noviembre de 1841, en los campos de Ingavi, cerca de la población de Viacha, en el Departamento de La Paz, se inició la batalla en un día totalmente nublado, en un paisaje colorido por un arco iris, en un campo completamente lleno de lodo, abrumado por charcos de barro. Cuando estalló la batalla fracasó el envolvimiento efectuado por las tropas peruanas, el general José Ballivián lanzó su ataque, haciendo sentir los efectos de los nuevos fusiles. En la refriega muere Agustín Gamarra; la noticia se esparce, cunde la confusión, el desconcierto y la desmoralización en las tropas peruanas; la batalla concluye con la victoria boliviana[5].

En el decurso de la sinuosa historia política boliviana de aquél entonces, José Miguel de Velasco Franco asumió por cuarta vez el gobierno; le sucedieron una secuencia de gobiernos militares. El más connotado es el gobierno populista de Manuel Isidoro Belzu, que gobierna entre 1848 y 1855. En septiembre de 1857 una revolución otorga el mando presidencial a un civil, José María Linares Lizarazu; en cuyo gobierno se redujo el poder del ejército para que no urdiesen nuevas revueltas. Linares introdujo reformas en la organización judicial y administrativa del Estado; por ejemplo, gracias a gestiones gubernamentales se publicó el primer mapa de Bolivia el año 1859, diseñado por Lucio Camacho, con base en datos aportados por los generales Mariano Mejia y Juan Ondarza. En 1861 fue derrocado Linares por un golpe de Estado; le sucedió José María Achá, uno de los miembros del triunvirato que encabezó el golpe de cabeza. Este presidente dictó la Ley de Imprenta, implantó el servicio de correos con el uso de estampillas; en el ámbito administrativo de la geografía política fundó la población de Rurrenabaque. En el año 1864 un nuevo golpe militar interrumpió el inestable campo político; tomó el poder el controvertido e impulsivo Mariano Melgarejo. Su gobierno, si es que se puede decir que lo hubo, ocasionó grandes pérdidas territoriales para el Bolivia. Disposiciones arbitrarias e irrazonables derivaron en inconvenientes acuerdos con el Estado de Brasil y Estado de Chile, perdiendo Bolivia grandes extensiones de territoriales[6].

Como se puede ver, en esta brevísima descripción de un acontecer político a la deriva, asistimos a la dramática historia política, que nace prematura, con una república expuesta y vulnerable, que no logra asentarse ni erigirse como tal. Faltan las condiciones de posibilidad histórico-políticas para su edificación. En estas circunstancias estamos ante ejercicios de poder contingentes e improvisados; en el mejor de los casos, apropiados y estratégicos, pero que son interrumpidos por la sedición de caudillos locales y “bárbaros”. Se puede decir que lo que se patentiza es un vacío político, que trata de ser llenado por incursiones punitivas de motines y facciones. Si bien este vacío político se prolonga hasta la Guerra Federal (1899), pareciendo resolverse con el régimen liberal que se implanta, mediante elecciones circunscritas, lo que se trasluce después, en toda la periodización liberal, hasta la revolución nacional de 1952, es que el vacío político subsiste, de manera latente, manifestándose en las turbulencias de las crisis políticas intermitentes del régimen liberal.

Desde esta descripción sucinta de la eventualidad política en una formación social-política singular podemos sugerir un modelo esquemático de lo que podemos llamar la carencia política, entendiendo carencia en el sentido de ausencia de legitimidad, aunque también falta de institucionalidad estructurada y materializada. Como acabamos de decir la carencia política se patentiza por la ausencia de legitimidad, así como por la falta de institucionalidad estructurada y por la inhibición de su realización material. La ausencia de legitimidad se evidencia en la disminuida convocatoria, también en la escasez absoluta de consensos. En otras palabras, en la oquedad ideológica; no hay ningún esfuerzo por el convencimiento masivo, salvo los prejuicios de casta, que cohesionan a los grupos y clanes en disputa de la oligarquía regional. La falta de institucionalidad se manifiesta en la desmesura de la pretensión jurídica, la Constitución, respecto a la escaza edificación institucional, la que, mas bien, brilla por su ausencia o es endémica. En estas condiciones de imposibilidad histórica-políticas la crisis inicial del Estado-nación en gestación se manifiesta en la constante turbulencia política en la cúspide de la pirámide social, en los estratos de la oligarquía regional, conformada por perfiles particulares de las oligarquías locales.

Como dijimos, esta carencia política se va a mantener a lo largo de los distintos periodos y de las diferentes fases y épocas de las formaciones políticas nacionales, incluso cuando se logra construir legitimidad e ideología de cohesión, acompañada de la materialización institucional, como ocurre a partir de la revolución nacional de 1952. En este caso, la carencia política se sumerge y se eclipsa, manteniéndose de forma latente, por lo menos durante los doce años de la revolución. Después, desde el golpe militar de 1964, la carencia política vuelve a emerger durante el periodo de las dictaduras militares, a pesar de algunos vaivenes en busca de legitimidad, como cuando se dan los gobiernos del general Alfredo Ovando Candia y del general Juan José Torrez Gonzáles. Durante el periodo democrático, que dura hasta ahora (1982-2019), la carencia política concurre y convive con la acumulación política, que adquiere legitimidad, mediante el voto, a pesar de las contingencias propias de disputa política-ideológica-económica. Durante el llamado lapso de los gobiernos neoliberales (1984-2005), de la coalición neoliberal, esta predisposición política se circunscribe a una provisional legitimidad, a un fraccionado consenso, además de a una institucionalidad en construcción. Durante el periodo de las gestiones de gobierno neopopulista (2006-2019) la legitimidad alcanza niveles de aceptación, comparables a la revolución nacional de 1952, incluso se puede decir que la legitimidad es mayor, por lo menos en la primera gestión del gobierno de Evo Morales Ayma (2006-2009). Empero, el problema sigue radicando en la vulnerable materialidad institucional.  En otras palabras, la carencia política vuelve a sumergirse en una primera etapa del periodo neopopulista, para volver a emerger lentamente en las subsiguientes gestiones de gobierno. Se puede decir que la crisis política del neopopulismo, manifestada en las últimas gestiones de gobierno de Evo Morales Ayma, muestra la reemergencia nuevamente de la carencia política. 

 

Abundancia política

Ahora vamos a esquematizar un modelo opuesto, por así decirlo, al de la carencia política; llamaremos a este modelo el de la abundancia política. A diferencia del anterior modelo, el de la carencia política, el modelo de la abundancia política se caracteriza por una alta legitimidad, por lo menos en los comienzos de sus periodizaciones y temporalidades propias. Como referente concreto tomaremos el de la revolución socialista, efectivamente dada en el antiguo imperio zarista. Como en el caso, anterior, cuyo referente es el del improvisado nacimiento de la República de Bolivia, en contra del proyecto de Bolívar de la Patria grande, y los turbulentos periodos que le siguieron, de escaza legitimidad, de estrechísimo consenso de casta, de carente institucionalidad, podemos encontrar otros referentes concretos. En el caso del modelo de la carencia política, tomamos como referente la dramática historia de Bolivia; lo hicimos por la proximidad de la experiencia propia. En el caso del modelo de la abundancia política, tomamos como referente concreto a la Revolución Rusa, lo hacemos pues se convirtió en el ejemplo de las revoluciones socialistas que le siguieron, que se efectuaron a nombre del proletariado.

La crisis múltiple del imperio zarista, estancado en los frentes de la primera guerra mundial, agregando derrotas flagrantes, que derrumbaron al gigantesco ejército que llevó a la guerra, derivó en la desmoralización generalizada, pero también en la interpelación popular al régimen de la aristocracia centenaria. Se puede decir que la revolución socialista rusa se gestó un siglo antes, con el despliegue de las luchas encaradas por el populismo ruso, que arraigaron en una concepción campesinista anticapitalista. La socialdemocracia rusa, imbuida por la concepción marxista de la historia y por la crítica de la economía política, se opuso ideológicamente al populismo ruso. La primera gran asonada proletaria y popular contra el régimen zarista se dio lugar en la revolución de 1905. Aunque esta revolución fue derrotada, dejó una profunda huella en la experiencia y en la memoria social, incidiendo en la configuración de la revolución que se va a dar doce años después. Las tradiciones de lucha del pueblo ruso se distribuyen entre el populismo ruso, cuyas vertientes radicales evolucionan al anarquismo, también al socialismo revolucionario; las formaciones partidarias marxistas, principalmente la socialdemocracia, cuya ala radical va a evolucionar en la conformación del Partido Comunista, cuya matriz fue la tendencia bolchevique de la socialdemocracia, en competencia con la llamada tendencia menchevique. Anarquistas y socialistas revolucionarios también van a estar influenciados por otra lectura marxista, distinta a la de los bolcheviques, así como los mencheviques elaboraron también una interpretación marxista diferente, aunque más cercana a la de los bolcheviques y más distante a la de los anarquistas y socialistas revolucionarios.

No vamos a hacer una descripción exhaustiva, tampoco larga y pormenorizada de la revolución rusa, nos remitimos a los escritos publicados, donde se maneja un poco más detenidamente esta temática y problemática[7].  Lo que nos interesa es señalar el referente de lo que llamamos el modelo de la abundancia política para dibujar su configuración esquemática. Nombramos modelo de la abundancia o la acumulación política, primero, como dijimos, por su entusiasmo revolucionario, entonces por la alta legitimidad popular del que goza la revolución, en un principio. Acudiendo a lo que escribimos en Paradojas de la revolución, podemos volver anotar que la revolución proletaria y campesina, además de soldados, ya se dio en febrero de 1917; lo que ocurrió en octubre del mismo año se parece más a un golpe de Estado contra la Asamblea Constituyente, por parte de los bolcheviques, la tendencia más organizada como partido de profesionales militantes. Esta alta legitimidad mantiene su magnitud en los primeros años de la revolución, incluso en lo que dura la guerra civil contra los “rusos blancos” (1917-1923), respaldados por la intervención de los imperialismos de entonces, europeos, norteamericano y japonés, además de Turquía. Empero, cuando termina la guerra civil con la victoria del Ejército Rojo, los soviets de obreros, soldados y campesinos piden el retorno de la democracia obrera y sindical, es decir, el retorno del poder a los soviets; el Partido Comunista, ya conformado, se niega a hacerlo. En respuesta a la demanda de los soviets el Partido Comunista opta por la represión; el caso más dramático ocurre cuando el Ejército Rojo reprime y masacra a la vanguardia de la revolución, los marineros de Kronstadt (1921). Esta represión y masacre marca un hito y un punto de inflexión en la revolución; ésta comienza su lenta regresión, institucionalizando la revolución en el Estado Socialista, la Unión de Republicas Socialistas Soviéticas, que de soviéticas no tienen paradójicamente nada, pues el poder no retorna a los soviets. Los soviets, al comienzo de la guerra civil contra los “rusos blancos y la intervención de los imperialismos, deciden delegar y concentrar el poder en el comité central del Partido Comunista, congregando el mando, con el objeto de unificar la dirección y efectivizar las decisiones militares, organizando la logística y la movilización de la guerra. Esta delegación era provisional, hasta que culmine la guerra civil; sin embargo, después de la victoria del ejército rojo no se devuelve el poder a los soviets.  

Un segundo momento de regresión de la revolución acontece con la represión y masacre de los kulaks, los campesinos ricos, aunque también del resto de los estratos campesinos. Se renuncia a la Nueva Política Económica (NEP), de transición y convivencia con los campesinos, implantándose la colectivización forzada en el campo. La nombrada revolución obrera y campesina, simbolizada en el logo de la hoz y el martillo, deja de ser campesina, también, antes, obrera, para convertirse en una revolución burocrática. El tercer hito y punto de regresión lo marcan los apócrifos juicios de la década de los treinta, llevando al banquillo de los acusados a los propios miembros y jerarcas “sospechosos” del Partido Comunista. Con antelada anticipación, el “hombre de acero”, Josef Stalin, acaba con todo el comité central del Partido Comunista histórico, quedando sin competencia; el último que quedaba, Lev Davídovich Bronstein, conocido con el seudónimo de León Trotsky, será asesinado en México en 1940.  En lo que sigue se asiste a dilatada regresión, cayendo en la decadencia misma de la revolución, hasta el derrumbe de la URSS en 1991. En el transcurso se suceden represiones de la nomenclatura a levantamientos y movilizaciones obreras, que resisten a la burocracia del régimen del socialismo real, buscando recuperar el sentido utópico de la revolución socialista. Esto suceden en la República Democrática Alemana (1953) y en la República Popular de Hungría (1956), durante la década de los cincuenta; en 1977 se repitió el drama en la República Socialista de Checoslovaquia.

Desde la perspectiva del esquemático modelo de la abundancia política, podemos anotar que la acumulación política de la revolución socialista es mermada por la casta burocrática del Partido Comunista, que se apropia institucionalmente de la revolución, convirtiéndola en un Estado absoluto en tiempos del capitalismo tardío. Nosotros, incluso, anotamos, que se trata de una forma de gubernamentalidad barroca que más se parece a un raro perfil de monarquía socialista[8].

El modelo de la abundancia política implosiona, se hunde su propia estructura, se derrumba la institucionalidad construida, sobre la base de la mitificación y estatalización de la revolución. El Estado adquiere dimensiones monstruosamente hipertrofiadas; ocurre como si el Estado se tragara a la sociedad misma, su substrato de constitución, inhibiéndola a tal punto, que el Estado ya no encuentra fuerzas sociales para reproducirse, pues están capturadas y congeladas. La legitimidad espontanea, de un principio, se reduce a la compulsiva propaganda ideológica, difundida por un Estado donde la imaginación brilla por su ausencia. Propaganda acompañada por una sistemática represión y control de la sociedad, cada vez más extensa. Si bien, en el transcurso, se dan como aperturas, dentro de la misma nomenclatura, salió a la luz lo que llamaron un día, en la difusión de la revista Socialismo o Barbarie, Cornelius Castoriadis y Claude Lefort, pugna entre clanes del partido, estas aperturas no detienen la dilatada caída del socialismo real.

El modelo de la abundancia política hace hincapié en la desmesura del plano de intensidad política en el espesor social, subsumiendo al resto de los planos de intensidad que hacen al espesor social. Recordemos la tesis de Louis Althusser que interpreta el materialismo histórico desde la lectura de la predominancia de uno de los planos de intensidad; se habría pasado de la predominancia del plano de intensidad religioso, en el medioevo, a la hegemonía del plano de intensidad económica, en la modernidad capitalista, y de aquí se iría a la preminencia del plano de intensidad político, en la modernidad socialista. Sin discutir, ya lo hicimos antes, esta tesis de Althusser, anotando la misma para ilustrar sobre el modelo que proponemos de la abundancia política, lo que nos interesa es señalar que la crisis del poder, crisis estructural, orgánica y genealógica, emerge tanto en la condición de la carencia política, así como en la condición de la abundancia política.    

Desde las perspectivas del modelo de la carencia política o de la acumulación política no se alcanza el equilibrio político, demandado por las fuerzas concurrentes de la política. Se experimenta la debacle institucional del ejercicio de la democracia. Tanto el modelo de la carencia política como el modelo de la abundancia política evidencian la crisis política del Estado-nación. La crisis política emerge tanto de la carencia o la abundancia política; la crisis tiene que ver con las pretensiones del plano de intensidad política. No es la política lo que ciega los ojos, sino el arte, la amistad o la esgrima, el amor, como recita el poema de Federico García Lorca, en Oda a Salvador Dalí. Desde esta perspectiva o lectura poética, la política es la entrega al derroche afectivo sin retorno, al derroche del al acto heroico. Sin embargo, tanto por la carencia o la abundancia políticas la efectuación política no se realiza sino a través de la perpetración de la crisis.  La crisis de legitimación por carencia o por abundancia, que deriva en la ausencia o la saturación de la convocatoria. En cambio, desde la perspectiva romántica, lo que importa es la irradiación de la interpelación estética de la rebelión social.

Ni la carencia ni la abundancia política pueden resolver la crisis congénita y estructural del poder, que adquiere la forma del círculo vicioso del poder, de la crisis múltiple del Estado. Ambos modelos son modelos de la crisis política. Tampoco se puede resolver esta crisis genealógica, como se ha visto en la historia política de la modernidad, en lo que podemos llamar el modelo del equilibrio político aparente del paradigma político liberal. El modelo del equilibrio aparente liberal recurre al la sumatoria del voto en el campo cuantitativo de la concurrencia masiva. Esto no es más que tratar exasperadamente recuperar en la distribución de los votos la legitimidad perdida. Lo que es evidente imposible, pues la legitimidad es cualitativa.

 

El modelo del equilibrio aparente, el de legitimidad cuantitativa

En lo que respecta a la exposición de lo que llamaremos el modelo del equilibrio político aparente, no vamos a usar un  referente singular, como en los otros casos, el modelo de la carencia política y el modelo de la abundancia política, sino vamos a considerar la experiencia social de los pueblos, que han vivido en sus propios cuerpos, conformando memorias sociales políticas, durante la historia política de la modernidad, la manifestación proliferante del paradigma liberal, que se implantó en los países en sus formas singulares. Si bien no podemos hablar exactamente como modelo, como en los anteriores casos, sino en tanto y en cuanto nos permite dibujar un perfil ilustrativo y ciertos rasgos característicos del paradigma liberal, podemos referirnos al esquema de la legitimación por medio del voto. El liberalismo legitima su régimen político mediante la corroboración del voto, que es un sustituto empírico, sobre todo estadístico, de la verificación de consensos. Se puede entonces hablar de un modelo intermedio, entre el modelo de la carencia política y el modelo de la abundancia política. Se trata del modelo del equilibrio político aparente, que se corrobora mediante el voto. Un modelo cuantitativista, que pretende resolver los problemas cualitativos en términos numéricos. En este caso no hay ni carencia ni abundancia políticas, sino formas proliferantes de la especie de la inercia política. Los problemas de legitimidad se resuelven en términos de las formas numéricas; se trata de verificaciones estadísticas. La legitimidad entonces se evalúa aritméticamente.

Sin embargo, los problemas de legitimidad del capitalismo tardío no se resuelven estadísticamente. Se trata principalmente de una problemática ideológica; como dice Jürgen Habermas, la ideología no convence, no se realiza ni es aceptada como retórica y argumentación del convencimiento[9].  El modelo liberal pretende resolver los problemas fundamentales de la democracia en el sentido de la delegación y representación. Si bien logra verificaciones cuantitativas a través de la elección, no puede lograr el consenso, que solo puede ser el resultado de un debate colectivo y de la participación social. El modelo del equilibrio político aparente solo puede sustituir la necesidad de consensos colectivos por la sumatoria electoral. Esquemáticamente se puede decir que se trata de un modelo intermedio, entre el modelo de la carencia política y el de la abundancia política. Pero, por eso mismo, peca, por así decirlo, de la misma fatalidad que conllevan ambos modelos contrapuestos, la crisis de la legitimidad en el largo plazo. El modelo liberal logra resolver, por un tiempo, el problema de legitimidad, mediante la verificación estadística del voto, aritmética mediante la cual evalúa la magnitud cuantitativa de la inclinación electoral. Sin embargo, esta estadística no puede sustituir a la cualidad de la legitimidad otorgada por el entusiasmo popular.

Este modelo liberal logra diferir la vigencia institucional de lo que se llama el Estado de Derecho, también, la legitimidad aparente del régimen liberal, que se prolonga en sus distintas expresiones políticas. A diferencia del referente de la carencia política y del referente de la abundancia política, el modelo del equilibrio político aparente logra transferir en el imaginario social la imagen de una “legitimidad” cuantificada. Sin embargo, la legitimidad es un acontecimiento subjetivo y político, además de ideológico y cultural, emergidos del entusiasmo popular. Lo que logra el modelo liberal es la simulación mediática del consenso nunca dado; logra presentarse, en las primeras etapas, como corroboración cuantitativa de las fuerzas concurrentes. En el largo plazo, esta corroboración estadística se desgasta, pues devela su vulnerabilidad unidimensional. Se trata de una “legitimidad” cuantitativa y no cualitativa, por lo tanto, una simulación de la legitimación, entonces, debilitada en una representación aritmética. En este caso, el del modelo del equilibrio político aparente, la legitimidad prolongada tampoco es lograda, sino que es simulada institucionalmente[10].

En consecuencia, se trata, en este ensayo de interpretación esquemática, de un tercer modelo relativo a los problemas de legitimación en el capitalismo tardío; un modelo que fracasa porque se malogra el decurso del raciocinio, que se hace imposible ante la desmesura y la incidencia de los medios de comunicación de masa. Un modelo, que paradójicamente se remite a la opinión pública, pero la hace desaparecer, interviniendo en la invención del sentido común enlatado.  En el largo plazo, esta aparente legitimación se pronuncia en las crisis de la forma de gubernamentalidad liberal, que se expresa no solo en la distribución del voto fragmentado, sino sobre todo en los hechos manifiestos de la ingobernabilidad develada; en principio, imperceptiblemente, después, de manera notoria, así como también en la caída de la forma de gubernamentalidad liberal en  la corrosión institucional y la corruptibilidad de las prácticas políticas, de la misma manera como ocurre en las prácticas paralelas de la forma de gubernamentalidad clientelar, aunque lo haga de manera menos extensiva e intensiva.

En otras palabras, el modelo liberal del equilibrio político aparente logra diferir la crisis de legitimidad congénita en la estructura estructurante de la formación política, en la estructura subyacente de las formas de poder, sin embargo, no logra resolverla, pues la legitimidad prolongada requiere de participación social, en pleno sentido de la palabra, lo que no puede aceptar el formato de la democracia representativa y delegativa. En algún momento el diferimiento no puede prolongarse, el modelo liberar del equilibrio político aparente también ingresa enteramente a la crisis, mantenida en los umbrales. La crisis comienza a aparecer con mermadas asistencias a las elecciones, haciéndose patente la indiferencia relativa de gran parte de los ciudadanos. Otros síntomas de la crisis se muestran en la letanía aburrida de las convocatorias rutinarias a la concurrencia política, que parece ser siempre la misma, salvo alguna que otra turbulencia política que se da de vez en cuando.  Sin embargo, la crisis desenvuelta aparece después, mostrando los síntomas de la degradación del modelo del equilibrio político aparente, conllevando el desmoronamiento del sistema de partidos políticos, que puede darse en dos formas, la del bipartidismo rotativo o el de la diseminación fragmentada de partidos; es anecdótico cuando aparecen personajes carismáticos que cambian la rutina por la demagogia o la provocación, otorgándole cierta motivación a la concurrencia política liberal. Sin embargo, cuando ocurre esto no es precisamente el esquema y el procedimiento liberal, ni sus propias reglas, las que entran en juego, sino se introducen prácticas de otras formas de gubernamentalidad y de convocatoria política. Recientemente, en el juego electoral liberal han cobrado vigencia fuerzas políticas que no se las puede calificar de liberales, mas bien todo lo contrario; no hablamos de las fuerzas de izquierda, cuando éstas participan en el modelo del equilibrio político aparente, sino de fuerzas más bien ultraconservadoras, identificadas como de ultraderecha. Es cuando se constata la debacle del modelo del equilibrio político aparente, cuya ideología, institucionalidad, constitucionalidad, es liberal, es decir, que colocan como presupuesto las garantías de las libertades civiles, políticas, de las generaciones de los derechos logrados, que suponen la igualdad jurídica entre los individuos. Valores que desestima precisamente el ultra-conservadurismo, la ultraderecha.

Si bien se puede decir que algo parecido ocurre con los partidos socialistas, incluso los partidos comunistas, que participan en la concurrencia electoral, codificada en el modelo liberal, no es lo mismo, pues, en todo caso, estas participaciones en las prácticas liberales lo hacen a nombre de la justicia, también de la libertad, aunque la entiendan a su manera, suponiendo el presupuesto de la igualdad. Los partidos socialistas se moverían en los límites del paradigma liberal, si es que no fueron ya asimilados por el habitus liberal. Lo que no ocurre con la participación electoral de la ultraderecha. Así mismo, se puede decir también que ocurre algo parecido con las versiones populistas; sin embargo, también, en este caso, se presupone la igualdad y se persigue la justicia y la libertad, por más acotadas ideológicamente que se interpreten estos valores y principios. Lo sugerente en estos casos es que se participa en el modelo liberal, buscando llevarlo más allá de sus propios límites. En cambio, la participación de la ultraderecha lo hace para abolir las libertades, revisar los alcances de la justicia, desvalorizándola, desconociendo de entrada el presupuesto de igualdad. Por eso, reafirmamos que cuando la participación ultraconservadora alcanza niveles significativos de convocatoria electoral, se puede decir que el modelo liberal ha incubado a la serpiente – recordando la película El huevo de la serpiente de Ingmar Bergman – que se comerá al régimen liberal, imponiendo un régimen declaradamente de las desigualdades cualitativas y raciales.   

Notas  

[1] Ver Paradojas de la revolución, también Fetichismo ideológico.

https://issuu.com/raulpradaalcoreza/docs/paradojas_de_la_revoluci__n.

https://issuu.com/raulpradaalcoreza/docs/fetichismo_ideol__gico.

[2] Otto Philipp Braun adquiere la nacionalidad boliviana, sirve al gobierno boliviano en varios proyectos. Braun fue prefecto de La Paz, también es nombrado ministro de Guerra y Marina de Bolivia. En 1835 recibe el cargo de comandante en jefe de las provincias del sur, encarggado de proteger el país de una posible invasión peruana. Braun dirige varias batallas contra los enemigos de la Confederación Perú-boliviana. En 1838 obtiene la victoria contra el ejército argentino invasor en la batalla de Montenegro; por lo que es nombrado Mariscal de Montenegro. En el mismo año es nombrado ministro de Guerra y Marina, así como ministro del interior de la Confederación. Ver Otto Philipp Braun; https://es.wikipedia.org/wiki/Otto_Philipp_Braun.

[3] Bibliografía: Arguedas, Alcides (1922). Historia General de Bolivia. De Mesa, José; Gisbert, Teresa; Mesa, Carlos (1998 [5ª Ed. 2003]). Historia de Bolivia. La Paz: Gisbert.

Referencias: Teresa Gisbert por encargo del Instituto Nacional de Estadística (2010). «Período Prehispánico Bolivia». Archivado desde el original el 5 de marzo de 2010. Consultado el 6 de abril de 2010. Arqueobolivia.com : Actualidad de la arqueología en Bolivia. [Tras las Huellas de los Chané, El Deber, 1 de junio de 2003 ]. «UNESCO World Heritage Centre – Official Site». Consultado el 2009. [Al Margen de Mis Lecturas, Marcelo Terceros B., septiembre de 1998]. Historia de España en sus documentos: siglo XIX, Volumen 5, pág. 80. Historia. Serie Mayo Series. Historia (Cátedra).: Serie mayor. Autor: Fernando Díaz-Plaja. Editor: Fernando Díaz-Plaja. Compilado por Fernando Díaz-Plaja. Editor: Cátedra, 1983.  Documentos para la historia argentina, Volúmenes 39-41, pág. 182. Autor: Universidad de Buenos Aires. Instituto de Investigaciones Históricas. Publicado en 1965. Valdivieso, Patricio (Junio de 2004). «Relaciones Internacionales. Relaciones Chile-Bolivia-Perú: La Guerra del Pacífico». Archivado desde el original el 28 de noviembre de 2006. Consultado el 31 Ene 2007. El Mercurio (8 de febrero de 2009). «Evo Morales promulga la nueva Constitución y proclama el “socialismo comunitario”». Consultado el 12 de febrero de 2009. (enlace roto disponible enInternet Archive; véase el historial y la última versión). BBC Mundo (7 de febrero de 2009). «Bolivia promulga nueva Constitución». Consultado el 12 de febrero de 2009. Corte Nacional Electoral«Referéndum Nacional Constituyente 2009». Archivado desde el original el 3 de febrero de 2009. Consultado el 9 de febrero de 2009. «Bolivia, entre los países con mayor desarrollo en 2015 – La Razón»www.la-razon.com. Consultado el 12 de marzo de 2017. Infobae. «Malas noticias para América Latina: el FMI anticipó un crecimiento de sólo 1% en 2015 | América Latina, Latinoamérica, FMI, crecimiento económico, Fondo Monetario Internacional, Argentina, Bolivia, Brasil – América». Consultado el 12 de marzo de 2017. «Pobreza en Bolivia disminuyó 20 por ciento en la última década»Prensa Latina – Agencia Latinoamericana de Noticias. Consultado el 7 de enero de 2017. Enciclopedia Libre: Wikipedia: https://es.wikipedia.org/wiki/Historia_de_Bolivia.

[4] El Mayor General José Miguel de Velasco 25 de julio de 1835 fue declarado héroe el por el Senado Nacional de Bolivia, declarándolo Eminente Republicano.

[5] Notas: Flores, Zoilo (1869). Efemérides americanas: precedidas de un bosquejo histórico sobre el descubrimiento, la conquista y la guerra de la independencia de la América Española. Tacna: Impr. de “El Progreso”, pp. 138. Urquidi, José Macedonio (1921). Nuevo compendio de la historia de Bolivia. La Paz: Arno Hermanos, pp. 143. Moscoso, Octavio (1896). Geografía política, descriptiva é histórica de Bolivia. Imrp. “La Glorieta”, pp. 46. Kieffer Guzmán, Fernando (1991). Ingavi: batalla triunfal por la soberanía boliviana. EDVIL, pp. 498. «Nombrarán patrimonio a los campos de Ingavi». fmbolivia.net. 31 de marzo de 2010. Archivado desde el original el 2 de diciembre de 2013. Consultado el 25 de noviembre de 2013. Ver Batalla de Ingavi: Enciclopedia Libre: Wikipedia: https://es.wikipedia.org/wiki/Batalla_de_Ingavi.

[6] Ver Historia de Bolivia. Ob. Cit.

[7] Ver Paradojas de la revolución. https://issuu.com/raulpradaalcoreza/docs/paradojas_de_la_revoluci__n.

[8] Ver La pantomima del Gran Timonel. https://pradaraul.wordpress.com/2018/08/03/la-pantomima-del-gran-timonel/.

[9] Leer de Jürgen Habermas Problemas de legitimación en el capitalismo tardío.

http://www.bioeticanet.info/habermas/ProLegCaTa.pdf.

[10] Ver Decadencia y gubernamentalidad liberal. https://pradaraul.wordpress.com/2016/05/17/decadencia-y-gubernamentalidad-liberal/.

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Raúl Prada Alcoreza

Escritor, artesano de poiesis, crítico y activista ácrata. Entre sus últimos libros de ensayo y análisis crítico se encuentran Anacronismos discursivos y estructuras de poder, Estado policial, El lado oscuro del poder, Devenir fenología y devenir complejidad. Entre sus poemarios – con el seudónimo de Sebastiano Monada - se hallan Alboradas crepusculares, Intuición poética, Eterno nacimiento de la rebelión, Subversión afectiva. Ensayos, análisis críticos y poemarios publicados en Amazon.

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