El capitalismo surgió en los intersticios del feudalismo. En las ciudades europeas de hoy, vemos crecer las semillas del poscapitalismo. En muchas ciudades gobernadas por la izquierda se puede evidenciar la aparición de una nueva sociedad basad" />

Paul Mason / Nueva Sociedad

El nuevo espíritu del poscapitalismo

El capitalismo surgió en los intersticios del feudalismo. En las ciudades europeas de hoy, vemos crecer las semillas del poscapitalismo. En muchas ciudades gobernadas por la izquierda se puede evidenciar la aparición de una nueva sociedad basada en el software libre, la simetría de la información y la abolición de los monopolios y la renta económica. En La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Weber describe el punto de despegue del capital industrial. Un joven de una de las familias dedicadas al trabajo a domicilio en el negocio textil eliminó a todos los intermediarios. Como resultado, la vida idílica de los hilanderos y los tejedores rurales se desintegró. Weber concluye: «la afluencia de dinero nuevo no era la causa que provocaba esta revolución, sino que se debía al nuevo espíritu, el ‘espíritu del capitalismo’ que se había filtrado». Si se miran con suficiente detenimiento las actitudes de la gente joven criada en un mundo enteramente digital, también se ve un nuevo espíritu en funcionamiento … se trata de la decisión de vivir «a pesar» de las premisas implícitas de la economía tradicional. Hasta la década de 2010, aunque las economías cooperativas y «solidarias» habían proliferado como una contracultura en los países ricos, pocos habían pensado en sostener que el Estado debiera promover esta nueva forma de vida económica. Sin embargo, al igual que con el capitalismo industrial temprano, esto es exactamente lo que se necesita: un proyecto para regular el capitalismo de tal forma que, en lugar de sofocarlos, ayude a los modelos de negocio emergentes colaborativos, sin fines de lucro y no financiarizados. Como en el caso de la transición del feudalismo al capitalismo, el proyecto no puede ser únicamente legal o regulatorio, sino que debe cambiar la manera en que pensamos acerca del tiempo, la cultura, la escasez y la abundancia.

 

Por Paul Mason /Abril 201

El Raval, Barcelona, marzo de 2019.Las calles están llenas de gente joven (no solo estudiantes), sentada, bebiendo, contemplando sus laptops en lugar de mirarse a los ojos, hablando en voz baja sobre política, haciendo arte, mostrándose cool.

Alguien que viajara en el tiempo desde los años de juventud de los abuelos de esta gente podría preguntarse: ¿cuándo termina el horario de almuerzo? Nunca termina, porque para mucha gente interconectada en realidad nunca empieza. En el mundo desarrollado, grandes porciones de la realidad urbana se ven como una sesión continua de Woodstock, aunque lo que en realidad está sucediendo es la desvalorización del capital.

Seguro, en algún lugar en los límites de una gran ciudad hay siempre un distrito financiero donde un regimiento de personas, vestidas de manera uniforme, realiza actividades similares al trabajo en forma frenética y, en sus escasas horas de ocio, se sube a la cinta en el gimnasio para que la adrenalina nunca termine.

Pero solo 20 años después del lanzamiento de la banda ancha y la telecomunicación 3G, la información resuena en todos los ámbitos de la vida social: el límite entre el trabajo y el ocio se ha desdibujado; la conexión entre el trabajo y los salarios se ha debilitado; la relación entre la producción de bienes y servicios y la acumulación de capital es menos evidente.

Si se le pregunta a un economista ortodoxo qué está pasando, podría responder «consumo» o «tiempo de ocio». La tesis del poscapitalismo descansa sobre la idea de que existe algo más que eso. Las redes digitales, que según asumían los economistas schumpeterianos darían paso a una nueva y dinámica era del capitalismo, han en cambio comenzado a desintegrar los patrones tradicionales en cuatro formas fáciles de identificar.

En primer lugar, está el efecto de costo marginal cero, por el cual el costo de producción de los bienes de información, en condiciones del libre mercado y competencia, tiende a caer a cero; como resultado, los costos de producción tanto de la manufactura como de los servicios también caen.

En segundo lugar, está el potencial para una decisiva automatización del trabajo físico: 47% de los puestos de trabajos o 43% de las tareas, dependiendo de la investigación.

Lo tercero es el efecto de red, lo que las empresas tecnológicas perciben como «crecientes rendimientos de escala». En una escala amplia, las redes crean externalidades positivas, en las que los derechos de propiedad sobre la utilidad producida no están predeterminados por una división entre trabajador y empleador al estilo fabril.

Por último, está la potencial democratización de la información misma. Una falla descubierta por la noche en una porción de software puede subsanarse en cada paso de ese programa para la mañana siguiente; se puede descubrir un error en Wikipedia y corregirlo instantáneamente con ayuda de la sabiduría de la multitud.

Una nueva clase de sistema

El proyecto poscapitalista está fundado en la creencia de que, de manera inherente a estos efectos tecnológicos, existe un cuestionamiento a las relaciones sociales existentes en una economía de mercado y, a largo plazo, la posibilidad de un nuevo tipo de sistema que pueda funcionar sin el mercado y más allá de la escasez.

Sin embargo, durante los últimos 20 años, como mecanismo de supervivencia, el mercado ha reaccionado creando distorsiones semipermanentes que, según los economistas neoclásicos, deberían ser temporarias.

En respuesta al efecto de derrumbe de precios que provocan los bienes informacionales, se han construido los monopolios más poderosos que jamás se hayan visto. Siete de las diez mayores empresas globales de acuerdo con su capitalización bursátil son monopolios tecnológicos; eluden impuestos, sofocan a la competencia mediante la compra de firmas rivales y construyen con tecnologías interoperables «jardines amurallados» para maximizar sus propios ingresos a expensas de proveedores, clientes y el Estado (mediante la evasión fiscal).

Debido a que las máquinas de información pueden reemplazar a los humanos más rápido de lo que pueden crear nuevos puestos de trabajo calificado, se han generado millones de empleos mal remunerados cuya existencia no es necesaria. En lugar de concentrar el trabajo en lapsos breves, para maximizar la productividad, se alentó el borramiento de la división entre el tiempo del trabajo y el de ocio, mientras se tolera que las actividades de consumo (planificar vacaciones, arreglar una salida, enviar mensajes a los amigos) se realicen dentro del horario laboral porque esto maximiza el consumo y la producción de datos personales.

En respuesta a los efectos de red, surgió un nuevo modelo, el monopolio de plataformas, que atrae capital offshore, miles de millones que no se pueden invertir en forma productiva en otro lugar. Todo el modelo de negocios de estas empresas consiste en cobrar rentas económicas y –como las demás– asfixiar a la competencia; en el caso de las apps de movilidad por demanda, el servicio tradicional de taxis y el gobierno de la ciudad.

Para dar respuesta a los efectos democratizadores de la tecnología de la información, se han generado enormes y crecientes asimetrías.

Ni la competencia ni la regulación han podido hasta ahora poner un freno al cuádruple proceso de consolidación y esclerosis. Características como el monopolio, la subocupación, la búsqueda de renta y la asimetría de la información, que los economistas tradicionales asumían como temporarias, han comenzado a parecer requisitos permanentes del sector privado del siglo XXI. En lugar de una cuarta Revolución Industrial, se creó un infocapitalismo parásito y disfuncional, cuyas ganancias monopólicas y comportamiento anticompetitivo son tan inherentes al sistema que es imposible cuestionarlas.

Formas embrionarias

En la ciudad medieval, las formas embrionarias de la sociedad burguesa eran en efecto invisibles. Si imaginamos la ciudad de París del siglo XIV, en tiempos de la revuelta de Étienne Marcel, el poder estaba en las grandes residencias de los señores feudales de provincia, en el monasterio, en infinidad de iglesias y en la universidad. En conjunto formaban una maquinaria para administrar y validar la riqueza producida por las propiedades rurales. Las actividades bancarias transfronterizas eran en realidad un servicio secreto, que dependía de las órdenes religiosas para el depósito y de complejos contratos a plazo para eludir la prohibición de la usura. La propia burguesía se rehusó a apoyar el intento de Marcel de imponer la ley sobre el rey por lo extraño que parecía el concepto.

Pero desde la posición ventajosa que representa saber en qué se transformó el feudalismo, podemos ver a los gremios, los protobancos, las redes de comercio transfronterizas y el pensamiento científico dentro de la universidad medieval como un tipo de «capitalismo en estado embrionario».

Si volvemos a la escena en Barcelona, los cambios microscópicos de la vida diaria tienen ahora un significado diferente. El tiempo libre es el producto de la subocupación. Para mantener a la gente al servicio del capital mediante el pago de intereses, las apps y el comercio electrónico, se necesita que tengan empleo, tarjeta de crédito y teléfono celular, sin importar lo pobres que sean. Los jóvenes subempleados, pobres y superinformados son el avatar tanto del problema como de la posibilidad de la solución.

La gente sobrevive a la creación de lo que David Graeber llama «empleos basura» desdibujando la distinción entre trabajo y ocio y viviendo con frugalidad, porque si bien los monopolios reciben precios elevados por sus bienes, el efecto de costo marginal cero permite que uno viva pagando poco por lo básico. La mayoría de la gente utiliza software libre o muy barato sin siquiera saberlo. Además, los monopolios ofrecen servicios informacionales a cambio del derecho a explotar nuestros datos personales. La vida va transcurriendo entre servicios monopólicos en busca de renta: Uber, Airbnb, Tinder.

Se puede ver el mismo tipo de vida en cualquier gran ciudad, pero elegí Barcelona porque, junto con Ámsterdam y algunas otras que se autodenominan «ciudades sin miedo» y están bajo la hegemonía de la izquierda, tiene por el momento dirigentes políticos que entienden el potencial de una economía basada en el software libre, la simetría de la información y la abolición de los monopolios y la renta económica.

Bajo Ada Colau, quien llegó a la Alcaldía luego de liderar un movimiento de derechos por la vivienda, la ciudad ha asignado 22 empleados y 16 millones de euros a promover durante cuatro años la economía social, solidaria y cooperativa. Hackers, activistas por la vivienda y ambientalistas son funcionarios y ocupan cargos tecnocráticos de rango.

La ciudad ha usado su presupuesto anual de compras de 1.000 millones de euros para obligar a los proveedores externos a aceptar el principio de que la información es un bien común y que no debe ser explotada con costo cero por los gigantes tecnológicos. Por promover conscientemente formas alternativas de propiedad y favorecer a las cooperativas tecnológicas locales por sobre las multinacionales, la ciudad tiene en la actualidad más de 4.800 empresas cooperativas registradas.

Parece tan poco espectacular y frágil como lo era el capitalismo en medio del esplendor del feudalismo tardío. La tarea de convertirlo en algo realmente grande requiere, en primer lugar, una revolución en la intervención gubernamental, por la cual el Estado guíe conscientemente la creación de un sector de la economía que sea colaborativo, de uso libre y no mercantil.

En segundo lugar, estos modelos de negocio alternativos deben evolucionar para aumentar en escala, de manera que sus mejores prácticas se puedan convertir en soluciones automáticas para empresas emergentes.

El tercer punto es que debe haber acceso al financiamiento, aunque de una manera diferente al que se encuentra en el mundo de las empresas tecnológicas emergentes.

Por último, se necesita una revolución en las actitudes humanas.

Hay un gran pasaje en La ética protestante y el espíritu del capitalismo donde Max Weber describe el punto de despegue del capital industrial. Un joven de una de las familias dedicadas al trabajo a domicilio en el negocio textil trató con rigor a los trabajadores en sus cabañas, buscó economías de escala y eliminó a todos los intermediarios. Como resultado, la vida idílica de los hilanderos y los tejedores rurales se desintegró. Weber concluye: «en casos similares, la afluencia de dinero nuevo no era la causa que provocaba esta revolución, sino que se debía al nuevo espíritu, el ‘espíritu del capitalismo’ que se había filtrado».

Si se miran con suficiente detenimiento las actitudes de la gente joven criada en un mundo enteramente digital, también se ve un nuevo espíritu en funcionamiento.

La burguesía hablaría de irresponsabilidad; las grandes marcas lo llaman «prosumo». Si uno se sienta en un edificio ocupado, en un espacio de trabajo colaborativo o en un laboratorio de artes financiado por el Estado en una de estas ciudades, puede ver que, por el contrario, bastante conscientemente, se trata de la decisión de vivir «a pesar» de las premisas implícitas de la economía tradicional.

Hasta la década de 2010, aunque las economías cooperativas y «solidarias» habían proliferado como una contracultura en los países ricos, pocos habían pensado en sostener que el Estado debiera promover esta nueva forma de vida económica. Sin embargo, al igual que con el capitalismo industrial temprano, esto es exactamente lo que se necesita: un proyecto para regular el capitalismo de tal forma que, en lugar de sofocarlos, ayude a los modelos de negocio emergentes colaborativos, sin fines de lucro y no financiarizados.

En la próxima colaboración, examinaré lo que los Estados y las ciudades han comenzado a hacer para promover la transición. Sostendré que, como en el caso de la transición del feudalismo al capitalismo, el proyecto no puede ser únicamente legal o regulatorio, sino que debe cambiar la manera en que pensamos acerca del tiempo, la cultura, la escasez y la abundancia.

Traducción: María Alejandra Cucchi

Fuente: IPS

Atrás