Pablo Ospina / Nueva Sociedad
Ecuador: ¿realmente hay un «giro a la derecha»?
Del correísmo al morenismo. Pese a que numerosos analistas hablan de un «giro a la derecha» con el gobierno de Lenin Moreno, la administración de Rafael Correa ya había hecho un ajuste fiscal y concesionado los más ricos pozos petroleros ecuatorianos a transnacionales. Moreno profundizó ese modelo, aún cuando en otras áreas viró hacia políticas más progresistas. Las últimas elecciones municipales constituyeron un desplome del correísmo. A la vez, mostraron un equilibrio entre la derecha, el morenismo, y los movimientos sociales e indígenas. En las resistencias al nuevo (des)orden emergente se encuentran las semillas posibles para la germinación de un orden alternativo.
Hace dos años Lenin Moreno asumió la presidencia de Ecuador en sustitución de Rafael Correa, uno de los referentes del progresismo sudamericano. Sin embargo, desde hace algún tiempo, numerosos analistas hablan de un «giro a la derecha» en la política de Ecuador a partir del gobierno de Moreno. Tal es así que, el 29 de marzo de 2019, el Fondo Monetario Internacional (FMI) hizo público el acuerdo de servicio ampliado alcanzado con el gobierno ecuatoriano: a cambio de una línea de crédito de un poco más de 10 mil millones de dólares, el gobierno se compromete a adoptar rápidas y draconianas medidas de ajuste para rebajar su déficit fiscal en dos años. ¿Se confirma entonces el «giro a la derecha» tal como afirman los seguidores de Rafael Correa dentro y fuera del Ecuador?
Si la política económica ecuatoriana puede ser legítimamente calificada como de «derechas», lo discutible es que con Moreno hayamos presenciado algún «giro». Luego de las veleidades heterodoxas de los primeros años del correísmo, el gobierno de Alianza País las venía abandonando sostenida y consistentemente. Como se trató de un abandono sostenido y consistente, puede discutirse cuándo empezó exactamente. Lo indiscutible es que se acentuó a partir del año 2014, cuando se hizo evidente el fin del ciclo ascendente del precio de los commodities y, especialmente, del petróleo. La conducción económica morenista tiene más continuidades que rupturas con el gobierno anterior. Rafael Correa había realizado ya un ajuste fiscal digno del más ortodoxo de los acuerdos con el FMI: el gasto del presupuesto general del Estado pasó de 44,3 mil millones de dólares en 2014 a 37,6 mil millones en 2016 (con Lenin Moreno el gasto aumentó a 38 mil millones en 2017). El endeudamiento público, interno y externo, que le costaba cada año al Estado el 2,8% del PIB en 2012, pasó al 8,1% en 2016 y al 9% en 2017. La urgencia por obtener financiamiento a cualquier precio ya había llevado a Rafael Correa a negociar el oro de la reserva con Goldman Sachs, a pagar daños y perjuicios a la compañía petrolera Texaco, a concesionar los más ricos pozos petroleros ecuatorianos a transnacionales como Schlumberger, a echar mano a los fondos de pensiones y de salud de los trabajadores, a firmar un tratado de libre comercio con la Unión Europea y a entregar garantías en petróleo a China y Tailandia. Es decir, a relegar al olvido cualquier gesto antiimperialista del pasado. Lenin Moreno ha continuado el mismo camino tanto en el incremento de los montos de la deuda como en la conciliación ecuménica con los guardianes de la ortodoxia neoliberal. Para ser más precisos, el propio ex presidente Rafael Correa fue quien trajo de vuelta al FMI en el año 2014, en clara señal de que preparaba (aunque buscó retrasar) un acuerdo para obtener las líneas de crédito a las que accedió su sucesor. La claudicación está lejos de ser una innovación morenista.
Algunas políticas gubernamentales específicas del morenismo son, de hecho, un giro a la izquierda: aceptó que debía pagar la deuda gubernamental con el Fondo de Salud del Instituto de Seguridad Social que el correísmo había desconocido, y volvió a incluir el aporte anual de más de mil millones de dólares al fondo de pensiones, que su antecesor había eliminado en una de las decisiones que más lo deshonra. Otras medidas son, claramente, un giro a la derecha, como una serie de actuaciones de política internacional penosamente serviles. A la izquierda cuentan algunas de sus nuevas iniciativas para la educación básica y superior, así como la actitud adoptada en el tema de salud sexual y reproductiva; a la derecha sus anuncios de privatización de empresas públicas rentables (como la ANT) mientras deja en manos del Estado las que tienen pérdidas (como la empresa aeronáutica TAME). Como han sintetizado brillantemente Alberto Acosta y John Cajas Guijarro, la marcha del gobierno parece la de un borracho que se tambalea de un lado para el otro.
La novedad del momento está en otra parte, lejos de la caracterización de las políticas gubernamentales. El panorama electoral surgido de los comicios locales del domingo 24 de marzo de 2019 es quizás la mejor expresión de esta nueva situación que encarna el morenismo y que lo distancia del correísmo. Por todas partes cunde la dispersión y la fragmentación, una dispersión provocada por la implosión de Alianza País, el partido dominante de la última década. Creció mucho la influencia de movimientos locales (obtuvieron 42 alcaldías, cuando tenían solo 26 hace 5 años), mientras el morenismo alcanzó mejores resultados de lo esperado (45 alcaldías entre Alianza País y sus aliados), explicables menos por el atractivo de un gobierno cada vez más impopular que por el cálculo de muchos caudillos y líderes locales que esperan obtener apoyos necesarios y urgentes en un país con muy poca autonomía en la financiación de los gobiernos locales. El correísmo sufrió una derrota nacional contundente (no ganó ninguna alcaldía a pesar de presentar 46 candidatos en 13 provincias, de los cuales 30 obtuvieron menos del 10% de los votos válidos de su jurisdicción) pero matizada por una victoria inesperada en Quito y una votación consistente en Guayas y Manabí, que lo mantienen expectante aunque aislado porque tiene un electorado fiel cuyo número desciende pero sigue votando «en plancha». La derecha política crece significativamente pero sigue dividida entre dos opciones que se niegan a la conciliación, y entre las cuales las elecciones locales no alcanzaron a zanjar la controversia sobre sus oportunidades futuras. Una de ellas, el Partido Social Cristiano, consolidó su presencia regional en la Costa y pasó de 11 alcaldías a 35, la mayoría concentrada en la provincia del Guayas, incluyendo la ratificación de su vieja hegemonía en la ciudad de Guayaquil. La otra, el aparato electoral del banquero guayaquileño Guillermo Lasso, pierde en ciudades grandes pero pasa de 18 a 32 alcaldías distribuidas de manera mucho más que equilibrada en el territorio nacional (18 en la Costa y 12 en la Sierra). Pachakutik, el partido ligado al movimiento indígena, extiende su influencia hacia importantes provincias de la sierra ecuatoriana (ganó las prefecturas provinciales del Azuay y Tungurahua, donde no había ganado nunca), conserva varios de sus bastiones tradicionales, pero reduce el número de sus alcaldías de 26 a 16, aunque ganó en dos capitales provinciales. No hay, pues, grandes ganadores: las fuerzas se equilibran y el voto se hace volátil y se dispersa. Otra señal de la inaudita fragmentación es que muchos alcaldes o prefectos ganaron con menos del 20% de los votos (el alcalde de Sangolquí, ciudad satélite de Quito, ganó con el 14% de los votos).
La dispersión y la fragmentación alcanzan también al gobierno central, que carece de las herramientas de poder suficientes para imponer sus agendas económicas y sociales aplastando cualquier oposición, como lo hacía el correísmo. Quizás nada lo ilustre mejor que la victoria del plebiscito local sobre la minería en el municipio de Girón, cerca de Cuenca, en la Sierra sur, donde la negativa al proyecto minero de Kimsacocha ganó con el 87% de los sufragios. La sola posibilidad de una consulta popular local sobre este tema estaba completamente clausurada durante los años correístas. Ni el sistema judicial, ni las instancias encargadas del sistema electoral, las permitieron. El gobierno de Lenin Moreno, empeñado como su predecesor en impulsar la minería metálica a gran escala, tampoco la quería, pero fue incapaz de impedirla. Esa es, precisamente, la novedad más importante del momento: éste es un gobierno que los movimientos sociales pueden enfrentar con más ventaja. Sus políticas no son mejores ni peores; algunas son mejores, otras peores. Lo central es que su fragilidad política lo vuelve más vulnerable y, por lo tanto, más accesible. En las resistencias al nuevo (des)orden emergente se encuentran las semillas posibles para la germinación de un orden alternativo.