Con el pretexto de la presentación del libro Después de Sanjinés: Una década de cine boliviano (2009-2018), quiero tratar de aproximarme al trabajo de Mauricio Souza desde cuatro ámbitos distintos. El primero de ellos es el generacional.
En los 90 Mauricio fue parte de un grupo de jóvenes periodistas, ahora ya no tan jóvenes, que creo, bajo el influjo directo o indirecto del proceso de renovación impulsado por don Jorge Canelas, a quien con justicia se podría denominar como el fundador del periodismo boliviano contemporáneo, le dieron vitalidad al ejercicio de esta práctica con distintos ejemplos. Se puede mencionar entre varios otros a Fernando Molina con Nueva Economía y posteriormente Pulso, a Wálter Chavez que generó el Juguete Rabioso, a Raúl Peñaranda con La Época y en este caso, específicamente a Mauricio con la Tv Guía de La Razón.
En el momento de su nacimiento La Razón disputaba un espacio con medios consolidados como El Diario o Presencia y muchos decían que los sábados, era un periódico que más que por el cuerpo central, se vendía por la Tv Guía. Los que vivimos esos momentos sabemos que esa afirmación tiene mucho de cierto.
Con la Tv Guía Mauricio desarrolló un producto nuevo, inexistente hasta ese entonces en el universo del periodismo cultural boliviano. Como ya menciono en algún escrito Fernando Molina, la Tv Guía sacó a la crítica tradicional del gueto “político y culturalista”, siempre tendiente a la sacralización en el que se encontraba y demostró que además del cine, se podían discutir conceptualmente los aspectos culturales de la vida cotidiana de la gente, tales como la televisión, la música, etc. “Ganar amplitud, ampliando también la profundidad”, creo que ese es un eslogan que podría resumir el aporte de la Tv Guía. En esos fundamentos creo también que se encuentran los principales elementos que posteriormente han moldeado el estilo crítico de Mauricio.
Un segundo ámbito, pertinente para entender la importancia del trabajo de los intelectuales progresistas en este tiempo, es el del contexto ideológico general en el que nos movemos, que se expresa en lo que creo que podríamos denominar de manera a algo exagerada, como la muerte del pensamiento crítico – positivista.
Vivimos en un momento histórico en el que la importancia del criterio sustentado en el razonamiento y la evidencia científica, es cada vez menor, casi inexistente a los efectos prácticos de la gobernanza de la humanidad. Los ejemplos están ahí, a la vista: ¿acaso no mandan en algunos de los países más importantes del mundo, los que de manera literal, niegan hechos tales como el cambio climático, la evolución por competencia natural enunciada por Darwin o la validez del concepto de diversidad sexual? Esa realidad política que se manifiesta en Estados Unidos, Brasil o Rusia, podía haber sido fácilmente un guion de ciencia ficción hace quince o veinte años, y no es más que la punta del iceberg, porque la intolerancia y el pensamiento absolutista cruzan todos los espacios de la sociedad. En todo caso, nos queda claro, que la ciencia y la razón, que tanto trabajo tuvieron en derrotar al oscurantismo en el pasado, cada vez tienen menos que ver en la construcción de nuestro destino.
No se trata de un fenómeno coyuntural, y tiene sus raíces en dos procesos políticos complementarios. Por una parte el amplio triunfo cultural del neoliberalismo (sé que el termino está desgastado pero sin duda sigue teniendo validez “técnica”) ocurrido hace 30 o 40 años y por otra la decadencia de determinados sectores mayoritarios de la izquierda, que desde principios del anterior siglo, hasta ahora, se ha venido dando en forma reiterada.
Desde los ochenta, el conjunto social se ha convencido que la obtención de ganancia constituye el único motor válido en la evolución de la humanidad. Por eso es que nos parece natural (en los hechos lo aceptamos todos), que temas científicamente fundamentados como el fenómeno del cambio climático y otros como la validez de los principios éticos se subordinen nomas al patrón de acumulación. Y si en el liberalismo todo se subordina a la obtención de ganancia, en amplios sectores de la izquierda todo se subordina a la obtención y la conservación del poder, y como ganancia genera poder y viceversa, nos encontramos ante lógicas cada vez más similares. Ahí se entiende que desde los dos campos políticos se apoyé a regímenes tan similares como los de Arabia Saudita, Irán o Rusia, caracterizados por el sojuzgamiento extremo de la mujer y la homofobia. El gran debate sobre la desigualdad existente a nivel mundial ha desaparecido: no existe ni en los foros internacionales, ni en la vida cotidiana. Solo algunos solitarios como la ong Oxfam nos dicen tesoneramente que es una barbaridad que ocho personas tengan una cantidad de riqueza equivalente a la de otros 3.500 millones (y sin duda la razón central en la degradación ambiental y social del mundo).
Esa disputa de tendencias desprovistas de sustento en el razonamiento como eje central, nos lleva a la universalización de la dicotomía amigo-enemigo, merced a la cual se desvanecen los matices y las posibilidades de cambio y tolerancia. Ese concepto lamentablemente está presente y profundamente enraizado en nuestra sociedad y ello nos lleva al tercer ámbito con el que deseo relacionar el trabajo de Mauricio Souza, el del cine y específicamente el de la crítica de cine.
En el ambiente cinematográfico en general no nos son extrañas las posturas que validan solo un tipo de cine; esa es la propuesta “trascendental”, el resto no vale y en el caso de la crítica, ha crecido en las últimas décadas la práctica “calificadora”, es decir la que está restringida en el análisis y básicamente lo que hace es señalar lo que es “bueno” o “malo” de acuerdo al criterio del firmante.
¿Cuál es el modelo de critica que necesitamos?, pienso que aquella que sin prejuicios respecto a género o estilo discuta simultáneamente la conexión del producto cinematográfico con las tendencias culturales vigentes en el mundo y con las raíces culturales e intelectuales del país. Una crítica que evalúe la película sobre la base de la propuesta del director y no de los deseos, los gustos y en definitiva el narcisismo del crítico. Cuando la calificación sustituye la reflexión conceptual en la crítica es muy probable que se exprese en la descalificación extrema o la adulación excesiva.
Coincidirán ustedes que a momentos la crítica parece convertirse en un concurso de frases ocurrentes cuyo objeto es en la mayor parte de los casos la descalificación del realizador, o dicho de otra manera “una breve demostración de los adjetivos que conoce el crítico”, como dice Mauricio en su excelente artículo “Sobre la Crítica”, consignado en este libro. Otra frase certera del mismo artículo´, que resume este proceso, es la que señala que la crítica puede convertirse en “Un show narcisista de pulgares que suben o bajan como en un circo romano”.
Y es que en el ámbito de la cultura, igual que en los restantes, (como ocurre en todos los países del mundo, aunque con mayor impacto en los de institucionalidad débil como el nuestro) hay una lucha por llenar determinados espacios de poder y privilegio (el concepto lo desarrolló Fernando Molina en escritos anteriores). Es el “grupo de conveniencia” que en Bolivia se ha denominado como “rosca”. En palabras de Mauricio se trata de “una muestra casi sociológica de los corporativismos que atraviesan a un gremio pequeñito” en lo que constituye una “manifestación de una red de favores recibidos o esperados de gente con la que “tengo que convivir”, de posibilidades de trabajo, de amigos de amigos, etc”.
En ese contexto la calificación puede convertirse en un excelente instrumento en esta disputa de privilegios (el realizador sabe que sus dos años de trabajo en producción, pueden por lo menos ensuciarse, merced a dos o tres horas de uso de determinada pluma).
Por ello también es que necesitamos desarrollar una crítica argumentativa desde el punto de vista conceptual, que recoja la tradición de Espinal, Julio de la Vega y Amalia de Gallardo y que contribuya a la teoría general del cine y de la cultura boliviana y ese es el cuarto ámbito desde el que podemos acercarnos al trabajo de Souza.
En este libro encontraremos una aproximación equilibrada a lo que han sido las tendencias generales de nuestro cine en los últimos años, en un conjunto en el que se analiza las influencias y las relaciones que nuestra producción tiene con la política, el estado y por supuesto la herencia cultural. Es muy importante el capítulo final en el que se revisa el devenir del cine de Sanjinés, examinando su significación histórica desde su nacimiento hasta la actualidad.
Pero a mi juicio del aporte central de este libro, es el de visibilizar un tipo de cine que era ignorado tanto por realizadores, como por críticos (entre los que me incluyo), es decir que estaba fuera de la agenda audiovisual del país. Me estoy refiriendo a lo que Souza denomina como el “cine amateur”. En el artículo “Pandillas en el Alto”, que creo tiene un carácter paradigmático en la historia de nuestra crítica, se analiza esta otra forma de expresión cinematográfica y se descubren sus mecanismos internos y la conexión entre los recursos formales a los que recurre, con las características sociológicas y culturales del sitio en que se desarrolla.
Un cine probablemente marginado por muchos de sus rasgos (que probablemente no encajan en la clasificación que tenemos respecto a lo “bueno y lo malo”, la mayor parte de quienes trabajamos relacionados con la cultura en el país).
Sin duda la mayor aspiración de cualquier aporte intelectual, es la de contribuir efectivamente al conocimiento del objeto de estudio. Con “Pandillas en el Alto” y su revisión del “cine amateur”, Souza demuestra de manera práctica como la crítica, encarada como un ejercicio abierto, de conceptualización teórica, puede ayudarnos efectivamente a que conozcamos de manera mejor manera nuestra realidad, superando la distancia, generalmente tortuosa, que separa la creatividad callejera de los escritorios de los intelectuales.
He reunido en un libro de próxima aparición mis reseñas y artículos sobre cine boliviano de la última década, un periodo que coincide con el de la apurada deriva reaccionaria del proceso de cambio (2006-?). Al releer estos textos como si fueran de otra persona, me he preguntado lo siguiente: Además de compartir el mismo tiempo de monstruos, ¿hay algo que confiera a este cine un aire de familia?
- El cine boliviano nunca ha logrado exceder las glorias y desgracias de su sistema artesanal de producción. Aquí cada cual hace su película como puede y según los modos que las condiciones y los auspicios le permiten. En parte, estas fragilidades de la práctica explican que el cine boliviano sea un “cine de autor”: es decir, cine en que el autor decide casi todo, aunque esa libertad la ejerza en circunstancias que no son de su elección.
- Para bien y para mal, a esa diversidad de modos de hacer cine corresponde una aparente diversidad de horizontes estéticos. En estos últimos diez años hemos visto, por ejemplo, comedias “típicas” varias (que, en algunos casos, son vehículo de una vulgaridad sin límites); correctas películas de género con poca plata (y, con frecuencia, pocas ideas); curiosos relatos épico-históricos (demasiado cercanos a los fastos escolares y cívicos); exploraciones personales e intimistas (tal vez resignadas a su divorcio del público); cine-arte trucho (que finge profundidades que no tiene); no pocos modestos hallazgos parciales (en los lugares menos pensados); cine amateur (en ocasiones más interesante que el profesional); dos o tres documentales desinformados (que documentan no mucho más que la voluntad de “hacer cine”); y un buen número de películas que imitan al pie de la letra esto y aquello (aunque a menudo sin saber que son una imitación de esto o de aquello o simplemente satisfechas de imitar bien).
- Más allá de las debilidades que a veces lo distinguen (nuestras consuetudinarias impericias narrativas, por ejemplo), el cine boliviano parece hoy organizado según dos impulsos o inclinaciones dominantes: a) no pocas películas –en diversos géneros y tonos– buscan el costumbrismo social; b) otras, tampoco pocas, ensayan su versión de una estética autorial de la reticencia narrativa (que abunda en los predios institucionales de la cinefilia).
- El costumbrismo social de buena parte del cine boliviano de la última década –que prolonga un registro inaugurado por Chuquiago de Eguino y Mi socio de Agazzi– se desentiende, por lo general, de la sobriedad: es exuberante y copioso (en contraste con el controlado y parco costumbrismo del cine chileno, argentino o peruano recientes; o de las películas de Eguino y Agazzi mencionadas). Si muy diverso en sus fórmulas genéricas y en sus resultados, el impulso que lo anima es el mismo: mostrar “cómo es” una cultura urbana o rural específica y local, en variantes que conducen al realismo mágico andino (Averno de Loayza o Pacha de Ferreiro), a la farsa erótica camba (El pecado de la carne de Serrano o Mi prima la sexóloga de Chávez), al exploratorio turismo plurimulti (Søren e Ivy Maraey de Valdivia), a la comedia de enredos a la tarijeña (La huerta de Ayala), al cine negro cholo-paceño (Muralla de Patiño o Lo peor de los deseos de Araya), al cine amateur y participativo (Pandillas en El Alto de Conde o Así es la vida de Aquino).
- Lo que aquí llamo cine reticente quiere construirse, en cambio, como si fuera un rechazo deliberado de las frontalidades del relato clásico. Un rechazo que es, en sus costumbres formales, peligrosamente reconocible a primera vista: la tendencia a las elipsis narrativas (en relatos armados a partir de silencios y vacíos de información), la preferencia casi reglamentaria por los tiempos de la toma larga (tomas que se toman su tiempo hasta la exasperación), cierto experimentalismo o curiosidad fotográfica constantes, la fascinación con planos y angulaciones no rutinarias. Y es también recurrente en este cine la decisión de acercarse a sus preocupaciones políticas –pues, como el costumbrismo social, el reticente también es un cine político– según rodeos e indirecciones, con cautela, como si la historia y sus violencias solo pudieran ser representadas por lo que dejan atrás, por los traumas no declarados, por los daños que se intentan olvidar inútilmente.
- Toda una generación de cineastas jóvenes (hoy menores de 40 años) fatigan la estética de la reticencia. Sin duda, las películas de Martín Boulocq o de Socavón Cine –para mencionar dos ejemplos destacados– son un alivio si pensamos que en los últimos años no poco cine boliviano de voluntad clásica ha encallado en una suerte de parálisis o bancarrota narrativa, en épicas ceremoniosas y grandilocuentes (las últimas películas de Sanjinés) o en los espejismos alegóricos de un pseudocine de autor (las últimas películas de Valdivia). Pero esa reticencia alternativa –un respiro en Bolivia, pero dominante en los circuitos internacionales del cine arte– corre el riesgo, si no está acompañada de las disciplinas de la reflexividad, de devenir, como en muchos países, una afectación, un repertorio de clichés. (Se me ocurre este paralelo admonitorio: la influencia de Raymond Carver y Roberto Bolaño en la narrativa boliviana de los últimos 20 años es hoy solo un arsenal de manierismos y tics).
- Acaso el futuro del cine boliviano radique en el documental. Y no necesariamente en el que se ofrece como tal: nuestros mejores documentales recientes (El corral y el viento de Miguel Hilari, por ejemplo) son en realidad películas que no lo son, a medio camino entre la deliberación ficcional y las epifanías formales que –si prestamos la necesaria atención– ofrece la realidad. (Tal vez la ética del documental sea una alternativa a las miserias del realismo).
- Esta década (2009-2018) ha sido además para el cine boliviano la de la consolidación de una serie de cambios intensos. Por ejemplo, este mayor y conocido: la producción de muchas más películas que antes gracias a formatos digitales accesibles. Hay además cosas que antes no existían: por ejemplo, cinematografías regionales (durante casi toda su historia, el cine boliviano fue el cine paceño; hoy hay un cine de Cochabamba y de Tarija y de Santa Cruz y de Sucre).
- Para mí –que solo veo las películas– el cambio mayor es sin embargo este: el abandono obligado de las salas. En Bolivia, a la pobreza de la programación de unas cuantas multisalas en las ciudades del eje troncal, hay que sumarle los azotes adicionales de la época: las iniquidades del doblaje, el alto costo relativo de las entradas, los celulares y la comida, etc. Felizmente, esta decadencia es compensada por las glorias domésticas de la piratería y del streaming: hoy podemos ver todo el cine en casa (incluyendo el boliviano). Hemos descubierto que, como con el resto del cine, con el boliviano podemos esperar a que salga el DVD.
- Por años pensamos que nuestro cine era minúsculo pero capaz de grandes películas (es decir, las de Sanjinés). En una posible versión de nuestra historia cinematográfica reciente –y si seguimos pensando en términos nacionales o nacionalistas–, podríamos ensayar provisionalmente un brindis: Sin gran público en salas –pues ese público ya no existe para cierto cine en ninguna parte–, de esporádico ingenio formal, de vez en cuando con algo que decir, el cine boliviano es hoy como casi cualquiera: capaz de hallazgos parciales, secuencias memorables, posibilidades apenas intuidas pero presentes.
En esta obra el literato, periodista y crítico de cine Mauricio Souza presenta sus más recientes contribuciones a un campo que ha estado labrando desde principios de los 90, cuando comenzó a dirigir la Teleguía de La Razón (arena del debate crítico sobre la producción, la distribución y el consumo audiovisuales, y uno de los medios fundadores del periodismo cultural contemporáneo de Bolivia).
En esa época ya era Souza, veinteañero, el principal candidato de su generación –que también es la mía– a continuar y suceder a los pioneros de la crítica nacional, predominantes en las décadas previas, aunque el peso de reseñar películas todavía descansara principalmente en la pluma de Pedro Susz, fundador y director de la Cinemateca.
El pronóstico se cumplió y Souza se convirtió en el autor más interesante e incisivo de un panorama crítico enriquecido por la irrupción de muchos jóvenes –y no tan jóvenes– escritores. Souza ocupa este lugar, primero, por su capacidad para juzgar sin sinuosidades ni enconos histéricos las películas nacionales, y, segundo, por su intensa cinefilia, que –como descubrirá quien lea atentamente su libro– una vez lo llevó a dejar de comer para poder pagarse una entrada y, en otra ocasión, a “ver 27 películas en seis días” de viaje a Madrid.
Quien esto escribe alimenta con Mauricio (y Rodrigo Ayala) el blog de cine Tres Tristes Críticos. Debo confesar que existe una importante distancia entre un crítico diletante y un verdadero cinéfilo. Un día tuve que tomar la decisión de ser lo primero o lo segundo, y escogí lo segundo porque lo primero me hubiera demandado un tiempo que prefería consagrar a otras y más antiguas musas. Souza logró amar al cine, a Clío y a Calíope a la vez. Su erudición es admirable y explica que sus opiniones se lean con tanto agrado y provecho, incluso cuando versan sobre películas de poca monta y efímero recuerdo. El lector no siempre estará de acuerdo con sus apreciaciones (yo mismo he discrepado públicamente con algunas de sus críticas), pero no dejará de reconocer su calidad.
En un libro clásico, Umberto Eco divide a los críticos de la cultura en dos tribus antagónicas: los apocalípticos, que observan con desagrado a la cultura industrial, por lo que esta tiene de comercial y alienante, y los integrados, que se niegan a hacer una división tajante entre cultura “seria” y otras formas más “populares” de practicar el arte y la reflexión, y que aplauden las posibilidades democratizadoras de las nuevas tecnologías y formas productivas. ¿Es Souza un apocalíptico o un integrado? Por un lado, protesta contra las multisalas, Hollywood, el doblaje, los superhéroes… Incluye en la lista de los libros que quisiera releer permanentemente Minima Moralia, escrito por el máximo profeta de los “apocalípticos”, el “filósofo de Frankfurt” T. Adorno. Por el otro lado, considerando que Adorno pensaba que cada vez que iba al cine “salía más tonto”, y tomando en cuenta que el séptimo arte es el único de los siete que no podría sobrevivir sin industrialización, hay que concordar con que ningún crítico de lo audiovisual puede ser considerado realmente apocalíptico. Además, Souza celebra ciertos cambios que tienen sumidos en la depresión a los apocalípticos comunes y silvestres, como la mudanza del verdadero arte cinematográfico de los teatros a los sofás, de las carteleras a las parrillas del streeming, y de las grandes a las pequeñas pantallas.
Pero no perdamos de vista de qué va el libro, esto es, al cine nacional. Ya dijimos que aporta impresiones de casi todas las películas bolivianas de la década, con las que se puede acordar o disentir. Pero además Souza proporciona mapas de su material, “después” de Sanjinés, y, en el ensayo final del libro, que se sale del marco temporal pero es el más elaborado y profundo, también un mapa de la cinematografía boliviana antes y durante el tiempo en el cual la figura de Sanjinés regía plenamente. (Este ensayo se llama “Los regresos del cine boliviano”).
El mapa de nuestro cine actual dibujado por Souza muestra los siguientes “continentes”: el neo-costumbrismo de películas como Zona Sur, La Huerta o Muralla; la imitación más o menos feliz de los estilos extranjeros (Engaño a primera vista, Las Malcogidas, etc.); el cine “reticente” que, apoyándose en una suerte de mutismo argumental y en la profusión de citas cinéfilas, busca un efecto estético que es más aplaudido en los festivales que en las salas de visionado (Eugenia, Viejo calavera, etc.); las reconstrucciones históricas (los últimos filmes de Sanjinés, Insurgentes y Juana Azurduy, entre otros); y los documentales, sean casi ficcionales (La Nana) o “desinformados” (¿Por qué se fue McDonald’s de Bolivia?).
El texto de Souza provee mapas pero, a diferencia de otros libros de cine recientemente publicados, también nos entrega rutas para recorrer estos mapas. La erudición sola es aburrida y vacía; debe siempre, como aquí, servir a la penetración crítica.