Yves Citton / Nueva Sociedad

Ralentizar o acelerar: algunos dilemas de las izquierdas del siglo XXI

¿Cómo enfrentar el capitalismo dominante? ¿Ir hacia adelante o hacia atrás?  Este artículo sintetiza las visiones de dos sensibilidades de las izquierdas actuales por fuera de sus matrices hegemónicas: una que busca detener los efectos del capitalismo activando el freno de la locomotora, asociada a muchos grupos ecologistas, y otra más reciente, conocida como corriente aceleracionista, que busca una especie de recomunitarización de la vida social, pero acelerando ciertas derivas del capitalismo actual.

Enero – Febrero 2019 /traducción del francés de Gustavo Recalde.

¿Quién de nosotros no tiene la sensación de que todo va demasiado rápido? ¿Quién no sueña con que todo se tranquilice, con que el bombardeo de correos electrónicos, solicitudes, llamados, oportunidades, reformas, crisis y urgencias se interrumpa por un momento, para dejarnos respirar un poco y recuperar el aliento? La única verdadera reforma ¿no sería, justamente, hacer una pausa en este incesante bombardeo de reformas siempre precipitadas, descabelladas, inmaduras, irreflexivas? Pausa, bandera blanca, dedo medio levantado: ¡basta! ¡Paremos, sentémonos en el suelo, meditemos, bloqueemos todo!

¿Y si, ante la evidencia de esta agotadora carrera desenfrenada que nos arrastra a pesar de nosotros, diéramos un paso atrás, en lugar de sentarnos? ¿Y si ese paso atrás nos llevara a reorganizar nuestro paisaje político en dos grandes partidos o dos grandes corrientes, una de las cuales preconizara la ralentización y la otra la aceleración? Quizás un gesto semejante haría aparecer otros objetivos y otras posibilidades frente a nuestro evidente y total agotamiento.Poner en práctica un diálogo (de sordos) entre ralentistas y aceleracionistas significa proveerse de los medios para entender la parte de verdad que se encuentra en cada una de estas posiciones antagónicas y aparentemente incompatibles entre sí. Significa tratar de determinar con mayor precisión cómo cada una de ellas tiene razón, pero solo en el marco de cierto nivel de análisis, cierto campo de realidad, ciertas escalas espaciales, temporales o ideológicas. No hay que elegir entre ralentistas y aceleracionistas: resulta imperioso ralentizar ciertos fenómenos y acelerar otros, y ello –para complicarlo todo– ¡simultáneamente!

No sorprende que uno se pierda allí, cuando los problemas son tan intrincados y las temporalidades tan caóticas… Tratemos primero de distinguir tres subcorrientes en el seno de lo que sería un Partido Ralentista, antes de precisar respecto de qué los aceleracionistas nos incitan audazmente –¿o alocadamente?– a pisar el acelerador.

¡Ralenticemos!

La aceleración desenfrenada de nuestro modo de vida y consumo toma una forma característica en la obsolescencia programada de nuestros dispositivos informáticos. Con apenas seis años de vida, mi aún flamante smartphone está a punto de volverse inservible porque, como consecuencia de las actualizaciones cada vez con mayor «rendimiento» y mayor consumo de memoria, mi hardware, que todavía funciona perfectamente, me obliga a desecharlo porque ya no puede soportar el peso de programas inútilmente hipersofisticados. Desperdiciando las tierras raras y saturando los basurales de residuos tóxicos, la obsolescencia programada destruye de antemano el futuro cuyo advenimiento precipita.

La indignación generada por la rapacidad que guía estas lógicas comerciales, junto con la sensación compartida de estar continuamente exhaustos, basta para convertirnos a todos en ralentistas. Slow food, slow web, slow management están de moda por una buena razón. La fast food nos arruina la salud, las redes agotan nuestra atención, el sistema de producción «justo a tiempo» (just in time) multiplica el burnout (síndrome de desgaste profesional). Frente a un ubicuo imperativo de aceleración, que hipoteca nuestro futuro al mismo tiempo que vacía nuestro presente de toda sustancia, el llamado a la ralentización se impone como una evidencia, una condición de supervivencia, para contrarrestar el impulso egocida de expectativas sociales que se vuelven insostenibles. Desde luego, el menor distanciamiento crítico e histórico respecto de nuestra adhesión espontánea al presente mostrará fácilmente que nuestros abuelos se quejaban de estar agotados en la década de 1970, que sus ancestros denunciaban horrorizados el ritmo enloquecedor de la vida urbana de los años 1880, y que los mismos romanos acaudalados amaban el otium (el ocio) de su villa como el más escaso de los bienes en un mundo cuya evidente aceleración ya se había vuelto odiosa. Siempre con la firme convicción de que sus padres sabían vivir y gozar de la vida y de que ellos eran los primeros en sufrir la intolerable presión de una absurda aceleración.

Que en toda época probablemente se hayan escuchado los lamentos de sus ralentistas no quiere decir, sin embargo, que hayan sido infundados. Que la vida haya sido siempre demasiado corta no invalida en absoluto la necesidad, ni sobre todo la legítima esperanza, de alimentar una relación más armoniosa con el tiempo –y por ende, con uno mismo y los demás–. Un distanciamiento histórico, incluso arqueológico, no basta para descalificar a la corriente ralentista. La obliga solamente a precisar sus reclamos, para adaptarlos mejor a las especificidades siempre cambiantes del presente.

Tres facciones de ralentistas. Tres facciones se disputan incesantemente la dirección de la corriente ralentista. La primera dirige sobre todo sus discursos a los convencidos, para compartir entre miembros las técnicas de ralentización más prometedoras. Cinco minutos de meditación diaria (conciencia plena, presencia atenta) bastan para sobrellevar el día. Gaston Lagaffe puede convertirse en modelo de sabiduría e inspiración (en la medida en que el culto a la siesta pueda formar parte del movimiento)1. A mitad de camino entre el estatuto de pioneros y el de mártires, algunos iluminados ponen en práctica un gesto radical de desconexión –generalmente para traer, tras unos meses de retiro ascético, un best seller que garantice una frenética recorrida por los estudios de televisión y la explosión de su número de amigos en Facebook–. Más allá de estos gestos heroicos o autopromocionales, algunos ralentistas se conforman con implementar una higiene personal que ofrezca a su vida lo que Hartmut Rosa bautizó maravillosamente «oasis de desaceleración»2. Solo consulto mis correos o me conecto a Facebook cada tres días: los mensajes y las notificaciones se acumulan, pero el tiempo de respuesta reduce drásticamente su cantidad, ya que solo se responde en reacción a una respuesta previa.Tomarse (es decir, darse) el tiempo para cocinarse un buen plato, leer un libro, mirar una serie de televisión, reflexionar o (lo que es lo mismo) «no hacer nada» es en cada oportunidad hacer un gesto concreto de ralentismo3. Se trata, sin lugar a dudas, de un gesto de resistencia, de valor eminentemente político. En efecto, se afirma allí el valor propio, intrínseco, de lo que se está haciendo (aunque sea «nada»: reflexionar, soñar despierto, dormir). Esto constituye un pequeño escándalo en el seno de un mundo atrapado por el llamado a «hacer» siempre una cosa que contribuya a obtener o producir otra cosa –una calificación, un diploma, un salario, un puesto, un estatus, los que terminan colocándose todos, dentro de la dinámica capitalista, bajo el estandarte general del «beneficio»–. Obtener un beneficio inmediato de lo que se hace en el momento, sin someterlo a la búsqueda de un posterior beneficio, eso es sin duda lo que distingue a los ralentistas «auténticos». Los miembros más puntillosos de esta corriente tienen buenas razones para preconizar la exclusión de aquellos cuyos cinco minutos de meditación tienen como objetivo extrínseco «administrar mejor» su jornada de trabajo o «ganar en eficacia» en sus tareas cotidianas.

Una segunda facción prefiere hacer hincapié en la exigencia de reglamentos institucionales antes que en el llamado a decisiones individuales. Según sus adherentes, el ralentismo solo se vuelve verdaderamente político a partir del momento en que reivindica la implementación de contrafuerzas institucionales que contengan la presión ubicua ejercida por el imperativo del beneficio, que somete nuestras vidas a la hegemonía del capitalismo financiero. Esto puede traducirse, en el nivel nacional, en la prohibición de la apertura de negocios los domingos. Y puede presentarse, en el caso de un equipo de trabajo, mediante una regla que imponga una multa de dos euros por envío y por destinatario, a pagar en un fondo común, por la emisión de todo correo electrónico que incluya la palabra urgente en su asunto.

Los teóricos de esta corriente señalan hasta qué punto nuestro acceso al tiempo necesita ser protegido por medidas legales que contrarresten la fuerza gravitacional que, en ausencia de tales protecciones, nos somete siempre de manera más violenta al beneficio financiero. Contrariamente a las críticas que les formulan los defensores de una concepción simplista de la libertad, afirman que necesitamos estar institucionalmente protegidos contra nuestra propia tendencia a sobreexplotar nuestros recursos atencionales. Ralentizar, dicen, no podría ceñirse a liberarse individualmente de la máquina que nos genera sed para hacernos correr más rápido tras el agua reflejada en el horizonte de un espejismo siempre diferido. Ralentizar, dicen, es recuperar el manejo de nuestro tiempo tomando el control de los comandos de la máquina que, al mismo tiempo, nos genera sed y nos da de beber –a su propio ritmo de máquina comandada por el tempo del capitalismo financiero–. Solo podremos llegar juntos, imponiendo ciertas reglas a los parámetros colectivos que modulan nuestras velocidades individuales.

Aquí también, sin embargo, los más lúcidos señalan que la finalidad de la máquina termina siempre imponiendo su propio ritmo, extrínseco a las necesidades y los deseos individuales. En consecuencia, los únicos «verdaderos» ralentistas son aquellos que no separan las cuestiones de velocidad (¿por qué y cómo ralentizar?) de las cuestiones de dirección (¿adónde vamos?). Lograr el control del acelerador no bastará, si el autobús enfila derecho al abismo.

De ahí el surgimiento de una tercera facción, más dura, en el seno de los ralentistas4. Sus miembros preconizan abiertamente las huelgas y los piquetes como formas más radicales de ralentización. Paradójicamente, los más «movimientistas» son aquí aquellos que incluso elogian la inmovilización. Nos describen como atrapados en un aparato de producción a la vez «ecocida», en el sentido de que destruye el entorno del que obtenemos nuestros recursos vitales, y «egocida», en el sentido de que agota las subjetividades invertidas. Permanecer en el autobús aun cuando se desacelere la marcha solo nos conducirá un poco más tarde hacia el gran salto, si no se desvía su trayectoria. Es preciso escapar al despeñamiento, y no solo al ritmo desenfrenado que nos precipita a este.

Su estrategia consiste primero en sustraerse –en grupos– de la máquina egocida, para encontrar refugio en los terrenos baldíos y otras zad (zonas a destruir, o sea, a defender5) que aquella deja subsistir temporalmente en sus márgenes e intersticios. Como los ralentistas constatan que incluso esos márgenes están condenados a volverse inhabitables por su dinámica ecocida, no tienen otra alternativa que intentar paralizar y, de ser posible, invertir su curso. Cada día de huelga, perdido para el capital y su crecimiento desenfrenado, es un día ganado en su carrera a la autodestrucción (desesperadamente creativa).Su paradójico movimiento de inmovilización espera poder vestirse con colores festivos. Nuestras poblaciones exhaustas necesitan dramáticamente piquetes y grandes huelgas para recuperar el gusto por las pequeñas alegrías intrínsecas, discursos y reflexiones colectivas. Es necesario sin embargo saber disfrutar de una huelga. No sumar estrés al estrés, tratando por todos los medios de neutralizar sus efectos, sino aprovechar la ocasión de un piquete para discutir, con aquellos y aquellas que se encuentran allí, dónde realmente se quiere ir, con quién y por qué. ¿Cómo aprovechar la suspensión efímera de una carrera acelerada al beneficio, cuyo incentivo (siempre diferido) nos proyecta siempre delante de nosotros6? Eso es sin duda lo que los más radicales de los ralentistas deben ayudarnos a aprender, si pretenden convertirnos a los méritos de su paradójico movimiento.

Los aceleracionistas: ¿una mayoría silenciosa?

Si los ralentistas se establecen en ashrams y zad, los aceleracionistas solo se encuentran por el momento en los pasillos de universidades con paredes descascaradas donde deambulan los escasos profesores de filosofía cuyos puestos todavía no fueron eliminados. Quizás porque sus cotos de caza ya fueron en gran medida devastados, están impacientes por ver lo que les ofrecerá la siguiente fase. Una vez que el autobús comenzó a caer por el barranco, es mejor que llegue rápido abajo. Aun cuando «hasta ahora, todo va bien… Pero lo importante no es la caída sino el aterrizaje»7

No sin segundas intenciones, los aceleracionistas comienzan por preguntarles a los ralentistas quién es pues ese «nosotros» falsamente universal para el que sería evidente que todo va demasiado rápido. Ese «nosotros» no incluye ciertamente a los jóvenes condenados a vagar por los suburbios pudriéndose bajo las lógicas precarcelarias de desempleo creciente, transporte colectivo deficiente, vigilancia policial acosadora y prohibicionismo discriminador. Tampoco incluye a aquellos que la misma trampa existencial hunde en el tráfico de drogas y conduce a la cárcel: estos, contrariamente a «nosotros», tienen otium para vender. Porque este exceso de ocio nada tiene de «tiempo libre», el encarcelado observa pasar cada hora, vacía e interminable, infinitamente impaciente por acelerar el número de días, meses, años que aún lo separan del día de su salida. Lo mismo sucede indudablemente del otro lado de las murallas y los alambrados que separan la «Fortaleza Europa» o el Disneyland estadounidense de los muchos sures donde jóvenes aspirantes a migrar son condenados a vivir nuestra (tan estresante) «prosperidad económica» solo a través de pantallas. Para ellos también, contrariamente a nosotros, las horas se hacen largas. Hace décadas que el fin del colonialismo promete a sus bellos países una «recuperación» infinitamente postergada, y no podría culpárselos por comenzar a considerar el tiempo demasiado largo.

¿La corriente de los ralentistas es la de los privilegiados? Y si ese fuera el caso, ¿podríamos reprochárselo? Lo que es cierto es que, a escala planetaria, no es claro que sea una corriente mayoritaria. Aun cuando la vida haya sido siempre demasiado corta, y aun cuando cada generación haya podido añorar el ocio del que parecía beneficiarse la generación anterior, la mayor reserva de votos debe hoy tal vez buscarse del lado de los aceleracionistas.

Pero ¿qué pueden querer acelerar entonces los aceleracionistas en un mundo en que, al menos desde «nuestro» punto de vista, todo parece ya ir tan rápido? La respuesta varía –tal vez en proporción al estado de decrepitud de las oficinas desde donde escriben estos filósofos–. Para unos, es el desarrollo tecnológico lo que debe incitarse a que vaya cada vez más rápido, para obtener del futuro el modo de evitar los atolladeros ecológicos del presente. Acelerar nuestra mutación de energías fósiles hacia energías renovables depende menos de una buena idea que de la necesidad de supervivencia. Reemplazar toda una serie de tareas (incluso «inteligentes») por máquinas y algoritmos capaces de calcular soluciones más finas y más confiables que las que pueden realizar los cerebros humanos, ¿por qué no? A condición, sin embargo, de que eso permita realmente liberar tiempo en verdad libre, en vez de simplemente desplazar y degradar el trabajo humano a tareas peor remuneradas, incluso no remuneradas –como es el caso de lo que hace poco tiempo han bautizado como «heteromatización»–8.

Pero las diversas innovaciones tecnológicas no hacen más que apuntar hacia la necesidad de otra aceleración, que no atañe a los propios dispositivos, sino más bien a las relaciones sociales en cuyo seno acogemos el poder de los dispositivos. Más precisamente: lo que hay que acelerar urgentemente es nuestra salida del yugo de las relaciones de propiedad obsoletas, que frenan trágicamente nuestro potencial de mejoras sociales e hipotecan peligrosamente nuestro futuro ambiental.El giro aceleracionista. El acto de fuerza de los aceleracionistas proviene del giro que invitan a operar en las relaciones que articulan capitalismo e innovación. Adoctrinados por un siglo de cantinelas que asocian progreso técnico con libre empresa, agobiados por tres décadas de incesantes «reformas» neoliberales, nos acostumbramos a atribuir a la implacable dinámica del capitalismo la necesidad enfermiza de reemplazar siempre más rápido lo viejo (es decir, lo ya vendido) por lo nuevo (lo comprable, concebido con el único fin de ser lucrativo). Todo se acelera de manera delirante, nos repiten los ralentistas, porque los accionistas reclaman siempre de manera más imperativa, siempre más beneficios, que necesitan siempre más novedades, que circulen siempre más rápido. Ya que el capitalismo vive de innovaciones cuya aceleración exacerba, ¿qué es lo que mejor puede hacerse para enfrentarlo si no preconizar y practicar la ralentización?

Los aceleracionistas invierten la perspectiva. ¿Acaso no sería más pertinente considerar el capitalismo un freno al progreso, en vez de un factor de aceleración? El ejemplo más llamativo lo ofrece el tratamiento del que fue objeto la propiedad intelectual a lo largo de las últimas décadas. Mientras que las nuevas tecnologías digitales permitían copiar, multiplicar, transmitir y compartir el conjunto de obras escritas y audiovisuales que conforman el patrimonio común de la humanidad a un costo individual marginalmente nulo (aunque a un costo colectivo ambiental nada despreciable), el viejo yugo de las relaciones de propiedad privada se aferraba fanáticamente a sus privilegios obsoletos, extendiendo la persistencia de los derechos de autor a plazos verdaderamente ridículos, como si la perspectiva de ofrecer un ingreso a sus bisnietos, 70 años después de su muerte, fuese lo que estimulara a los inventores a inventar.

Remitiendo cualquier cosa a relaciones de propiedad privada y enfadándose por su definición cada vez más integrista, es el capitalismo el que atrasa con respecto a las necesidades de un mundo donde cambio climático, residuos nucleares, destrucción de la biodiversidad, diseminación incontrolable de hormonas, pesticidas e interruptores endocrinos alteran y sobrepasan dramáticamente los límites asignables a toda forma de propiedad privada.

Lo que se acelera exponencialmente con la creciente complejización de nuestros modos de colaboración, consumo y comunicación son los excesos cada vez más evidentes de nuestras solidaridades de hecho hacia nuestras privatizaciones de derecho. ¿Quién puede, sin estar loco, reclamar la propiedad privada o la soberanía exclusiva de una idea, una especie vegetal, un genoma, una red social que agrupa a 2.000 millones de personas, residuos nucleares destinados a arruinarnos la vida durante 200.000 años, intervenciones de geoingeniería cuyas consecuencias e implicaciones sistémicas nadie puede predecir? No son las tecnologías de la comunicación y la información las que van demasiado rápido –nos ofrecen, por el contrario, algunos medios informacionales para no estar completamente enceguecidos y aplastados por los cambios que nuestras actividades generan–. Son nuestras relaciones de producción las que están dramáticamente desfasadas de nuestros modos de producción y lo que hay que acelerar urgentemente.

Lejos de preconizar una marcha atrás hacia espacios comunes que se trataría simplemente de recuperar o conservar, los aceleracionistas señalan que, para bien y para mal, nuestros espacios comunes actuales integran, hasta en sus fibras más ocultas y aparentemente más «naturales», efectos diversos de nuestras tecnologías que los atraviesan e impregnan de un extremo a otro. Si bien pueden emanciparse parcialmente de los yugos del precio y de la propiedad privada que amenazan actualmente su renovación sustentable, nuestros espacios comunes –es decir, nuestros campos, nuestros ríos, nuestra atmósfera, pero también nuestras lenguas, nuestros saberes, nuestras sensibilidades, nuestras tradiciones, nuestros patrimonios artísticos, nuestras instituciones y nuestros aparatos de comunicación– no podrían «purificarse» de lo que deben al auge de nuestras diversas técnicas.

Acelerar la comunización de las finanzas (pos)capitalistas. Observando nuestro mundo desde la distancia y lo alto de sus oficinas universitarias con paredes descascaradas, los aceleracionistas parecen a menudo cultivar la paradoja por el placer mismo de contradecir el sentido común. Su provocación más reciente consiste en ir a buscar en el seno de lo que la alocada aceleración del capitalismo financiero tiene de más delirante y más insostenible –los productos derivados– un punto de palanca que parece dar apoyo a una posible salida de las relaciones de propiedad capitalista9.

¿Qué significan, en efecto, según ellos, estas monstruosidades absurdas y obscenas mediante las cuales los gestores de fondos (privados) apuestan a la suba o la baja a término del precio de una materia prima (futura), las fluctuaciones de las tasas de interés (swap), la probabilidad de ocurrencia de una catástrofe (cat bond) o de una cesación de pago (credit default swap)? Nada menos que la erosión terminal y la volatilización progresiva de toda definición creíble de la propiedad privada, bajo la presión sistémica de un mundo cuya complejidad vuelve cada vez más ilusoria la separación clara y distinta entre un «tuyo» y un «mío».

Poseer, durante algunas fracciones de segundo, una masa opaca de productos derivados que nadie sabe exactamente a qué corresponden y qué algoritmos venderán miles de veces a otros «propietarios» en el mismo día dista mucho de la idea clásica que uno puede hacerse de una propiedad privada. El refinamiento delirante y la aceleración demencial de las transacciones, mediante la virtud conjunta de los dispositivos técnicos y una rapacidad desenfrenada, generan aquí una fuga hacia adelante que apunta todavía oscura, pero sugestivamente, en la dirección de una propiedad de ahora en más común de las entidades (altamente abstractas) que dan cuenta supuestamente de los valores que circulan entre nosotros. Los Estados son llamados indefectiblemente al rescate cada vez que la máquina de especulación financiera se embala, en la fiebre de su aceleración, al punto de generar el fantasma de un derrumbe sistémico. La socialización de las pérdidas que resulta de ello refleja formalmente la naturaleza siempre-ya-común de lo que se juega en los casinos bursátiles.

Los aceleracionistas ¿llevan demasiado lejos la provocación imaginando un «comunismo del capital» capaz de surgir en el corazón de la diseminación financiera de la propiedad privada? ¿O abren un camino peligroso pero promisorio llamándonos a acelerar nuestra reapropiación colectiva de las finanzas para que una inédita socialización de los beneficios anticipe y prevenga por primera vez la tradicional socialización de las pérdidas?

¿Acelerar el derrumbe? En materia financiera, la aceleración pasa por un cambio de vocabulario. Michel Feher propone hablar de «invertidos» allí donde suele hablarse de «endeudados»10. ¿Cuál es la diferencia, cuando son las mismas personas a las que se designa con dos palabras diferentes? Los endeudados se nos aparecen como encadenados, condenados a cargar con la cruz de su deuda en medio de la impotencia y la soledad. Tienen (y son pues) menos que nada, ya que ni siquiera poseen lo que aparentan tener. Los endeudados deben algo a otro, a bancos y banqueros que los tienen a su merced. Si no pagan lo que deben cuando vence el plazo, los oficiales de justicia les golpean la puerta, los amenazan con embargos y luego con el desalojo. Expuestos a una precariedad permanente, solo son poseedores de esa obligación que los ata a sus acreedores todopoderosos. Tomemos a los mismos individuos –aquellos a los que les cuesta mucho pagar los préstamos de su casa, su auto, su nuevo televisor, sus vacaciones de verano– y rebauticémoslos invertidos. Siguen careciendo de dinero, pero su carencia pertenece a partir de ese momento también a sus acreedores. Lo que aparecía como su deuda (de ellos) se presenta en adelante como una inversión (hecha por otro). Ahora bien, esta inversión solo es realizada por otro con la intención de una «rentabilidad de inversión». Si esa rentabilidad no se materializa, si el endeudado no paga cuando vence el plazo, el inversor pierde lo que tenía de derecho, allí donde el invertido pierde lo que solo tenía de hecho. Desde luego, el segundo queda expuesto a quedar en la calle, en cuyo caso ya no tendrá realmente nada que perder. Pero el primero sufrirá allí también la pérdida de lo que había adelantado con la esperanza del pago que se interrumpió. Una sociedad de endeudados se parece a un pueblo de esclavos, donde todo el mundo corre el riesgo de perder su casa tras haber sido azotado fuera de ella. Una sociedad de invertidos se parece a las aglomeraciones periurbanas de clase media, cuyos créditos subprime, una vez sumados, se vuelven también too big to fail. Si muchos invertidos incumplen, es el sistema bancario de inversiones el que se derrumba –y con él, las frágiles posesiones de los inversores–.

Tal como lo ha señalado Melinda Cooper, el gran temor de los gobernantes y los banqueros después de las crisis de 2008 era que un número significativo de invertidos optara por una cesación estratégica de pago: que prefirieran declararse en quiebra, perder sus bienes, renunciar a ellos, antes que continuar soportando una deuda que debían cargar como una cruz de por vida11. Los inversores habrían perdido una parte sustancial de su inversión a través de esta fuga de invertidos. El capitalismo financiero no puede permitirse poner a sus proletarios en una situación en la que solo tuviesen para perder sus cadenas (de endeudamiento): así, lo que prepara es su propio derrumbe.

Acelerar este derrumbe contribuirá al menos a hacer que las pérdidas se compartan. Una socialización de las pérdidas, pero por primera vez en sentido inverso: los ricos atrapados en la quiebra de los pobres. Sin embargo, la aceleración puede también conducir a salvar a los pobres de la miseria. Con un mínimo de coordinación, los invertidos pueden influir comúnmente como invertidos (en gran número). Cuando el endeudado está solo frente a su banco, los oficiales de justicia lo despojan y pierde todo. Si 20%, o solo 10% de los invertidos amenazara con una cesación estratégica de pago coordinada, el banco tendrá mucho interés en renegociar su deuda, es decir, sus préstamos, es decir, las inversiones que los inversores hicieron en los invertidos.

Acelerar la mutación altermoderna. No solo es la puesta en común de las fragilidades la que puede acelerar un cambio en las relaciones de fuerza. La aceleración puede también pasar por la construcción de plataformas colaborativas capaces de eludir el capitalismo financiero, para elaborar otros modos y otros modelos de valorización.

Según palabras de McKenzie Wark, es necesario neutralizar el poder de la clase vectorialista, que controla actualmente los vectores por los cuales la información y las afecciones circulan entre nosotros. Como productores de la inteligencia colectiva que alimenta internet, todos y todas conformamos una clase hacker que se encuentra en gran medida desposeída de la riqueza que produce, porque aparatos de captura económica se apoderan de la plusvalía para transferirla solamente a los accionistas, a través de los mecanismos de las finanzas. Lo que debe acelerarse es el cambio de las presiones que colocan hoy a la clase vectorialista en posición hegemónica, pero que podrían también, mañana, hacer que vuelvan a la clase hacker (mediante medidas como el ingreso universal) las riquezas que emanan de ella12.

Tiziana Terranova retoma el concepto de stack propuesto por Benjamin Bratton13 para designar el «apilamiento» de los estratos de soberanía que comandan la «megaestructura accidental» que se pone en funcionamiento en la era de lo que Nick Srnicek llama el «capitalismo de plataformas»14. Lo que Terranova propone acelerar es un ataque a ese stack, actualmente controlado por las dinámicas del capitalismo financiero, para convertirlo en un red stack, un aparato de comunicación reapropiado para favorecer nuestra inteligencia colectiva antes que los beneficios de los accionistas15.

Los trabajos de Erin Manning, Brian Massumi16, Erik Bordeleau y el 3 Ecologies Institute intentan lograr este mismo objetivo favoreciendo el surgimiento de alternativas concretas antes que la lucha frontal. La aceleración exige entonces imaginar, elaborar y poner en funcionamiento plataformas de creación de smart contracts que puedan realizar el trabajo de coordinación actualmente realizado por los mercados financieros, pero valorizando esta vez una plusvalía cualitativa evaluada por las partes interesadas en términos existenciales, en términos de acontecimientos y de forma de vida, y ya no solamente de beneficio financiero cuantitativo. Lo que urge es hacer un trabajo colectivo de revalorización del valor, algunas de cuyas pistas posibles Massumi desarrolla en las 99 tesis de su breve Manifiesto post-capitalista17.

Una parte considerable de las tesis aceleracionistas recuperan intuiciones formuladas por Karl Marx hace más de 150 años18. No hay que sorprenderse de ello. La modernidad industrial tiende desde hace un siglo y medio a acelerar nuestros ritmos de vida. Frente a esta modernización cuyo carácter insostenible se vuelve cada ve más evidente, los ralentistas y los aceleracionistas pueden perfectamente tener ambos razón –aunque designando cada uno modos de acción y supervivencia aparentemente contradictorios entre sí–. Es cierto, urge ralentizar los tempos de funcionamiento inducidos únicamente por el competitivismo ecocida y sociocida impuesto a nuestras sociedades por los dogmas absurdos del neoliberalismo dominante. Pero también es cierto que urge acelerar la comunización de las formas de propiedad y los vectores de comunicación que transmiten hoy las absurdas presiones competitivistas, pero que podrían, mañana, poner nuestra inteligencia colectiva al servicio de nuestro bienestar compartido, antes que del enriquecimiento del 1% más favorecido de nosotros.

Tal como lo sugirieron Antonio Negri y Michael Hardt en Commonwealth, una altermodernidad está en proceso de germinación y fermentación desde hace siglos, tanto bajo los logros como bajo los conflictos que marcaron el desarrollo de la modernidad19. Contra todas las voces decadentistas y nostálgicas que nos consumen en las añoranzas de una edad de oro mítica (la vida campestre, el fordismo, los Treinta Gloriosos, el crecimiento de dos cifras), los aceleracionistas nos incitan a hacer que esta altermodernidad pase a un primer plano; de ser posible, antes de que el capitalismo competitivista y ecocida socave su posibilidad mediante sus destrucciones sociales y ambientales.

1.Personaje de historieta creado en 1957 por el dibujante belga André Franquin. Conocido en español como «Tomás el Gafe» o «Gastón», es un oficinista perezoso y propenso a las metidas de pata [n. del t.].

2 H. Rosa: Alienación y aceleración. Hacia una teoría crítica de la temporalidad en la modernidad tardía [2011], Katz, Buenos Aires, 2016.

3.Pierre Sansot: Del buen uso de la lentitud [2000], Tusquets, Barcelona, 2001.

  • 4.V., por ejemplo, Comité Invisible: La insurrección que viene, Melusina, Santa Cruz de Tenerife, 2007.
  • 5.Zonas a Defender es una agrupación anarquista francesa que toma su nombre de las «zonas de desarrollo diferido» contempladas por la legislación francesa. La declaración de «zona de desarrollo diferido» es un procedimiento que permite a las comunidades locales adquirir prioritariamente terrenos cuando, en virtud de obras públicas excepcionales, se espera un alza especulativa de sus precios [n. del e.].
  • 6.Bernard Aspe: Les fibres du temps, Nous, Caen, 2018.
  • 7.Frase que abre la película La Haine (El odio, Mathieu Kassovitz, Francia, 1995).
  • 8.Hamid Ekbia y Bonnie Nardi: «Hétéromation» en Multitudes No 70, 4/2018.
  • 9.Randy Martin: Knowledge ltd: Toward a Social Logic of the Derivative, Temple UP, Filadelfia, 2015. V. tb. Dériver la finance, dossier de la revista Multitudes No 71, 2018.
  • 10.M. Feher: La société des investis, La Découverte, París, 2017.
  • 11.M. Cooper: «The Strategy of Default: Liquid Foundations in the House of Finance» en Polygraph No 23-24, 2013.
  • 12.M. Wark: A Hacker Manifesto, Harvard UP, Cambridge, 2004.
  • 13.B. Bratton: The Stack: On Software and Sovereignty, MIT Press, Cambridge, 2016.
  • 14.N. Srnicek: Capitalismo de plataformas, Caja Negra, Buenos Aires, 2018.
  • 15.T. Terranova: «Red Stack Attack» en Armen Avanessian y Robin McKay: Accelerate: The Accelerationist Reader, Urbanomic, Falmouth, 2014.
  • 16.B. Massumi: The Power at the End of the Economy, Duke UP, Durham, 2015.
  • 17.B. Massumi: 99 Theses on the Revaluation of Value. A Postcapitalist Manifesto, University of Minnesota Press, Minneapolis, 2018.
  • 18.N. Srnicek y Alex Williams: «Accelerate: Manifesto for an Accelerationist Politics» en A. Avanessian y R. McKay: ob. cit.
  • 19.A. Negri y M. Hardt: Commonwealth. El proyecto de una revolución del común, Akal, Madrid, 2011; A. Negri y M. Hardt: Assembly, Oxford UP, Oxford, 2017. V. tb. Y. Citton: Altermodernités des Lumières, Seuil, París, en prensa.
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