rascacielos / domingo, 27 de enero de 2019 · 00:11

Retratos / Gabriel Chávez Casazola

Los regresos de Matilde

rascacielos / domingo, 27 de enero de 2019 · 00:11

Gabriel Chávez Casazola / Fotografía de Waldo Maluenda

 

Cuando Matilde llegaba, con sus largos cabellos agitados en remolino por los vientos de Tucsupaya, en el viejo aeropuerto de Sucre, traía siempre la guitarra en bandolera en un forro colorado y maletas llenas de olor a mundo.

Ahora que hago memoria de sus arribos, tan esperados por sus padres —mis abuelos—, lo que más recuerdo es ese aroma impregnado en cuanto contenían sus maletas: libros, partituras, pequeños objetos, resmas de papel garabateado con su letra zurda y menudita, desvelada al igual que sus versos nocherniegos.

Matilde llegaba y todo se llenaba… de humo —fumaba sin cesar por ese entonces, hasta que su ángel de alas rotas enfermó y le dijo basta—, pero también de música, de arpegios siempre distintos, cuando la Regresada ensayaba por las tardes y me contaba de los horizontes cuyo olor traía en las valijas, y me enseñaba —cuando se me ocurrió, niño, preguntarle asombrado de qué color era ese mundo— que tenía justamente el color que uno quisiera darle.

Como ese olor a distancia —capaz de transportarme más allá de las montañas violáceas de Sucre, de su tiempo detenido—, tampoco he olvidado esa lección sobre el color del mundo, y ahora que quien viaja con libros y versos y pequeños objetos en la maleta soy yo, pienso en Matilde en las salas de espera de los aeropuertos, en su tenacidad (cuando nadie entendía su arte), en su sencillez (antes y ahora, en este tiempo de cosechar lo sembrado), en su firme fragilidad y en su dulce firmeza.

Y pienso, también, en la importancia de que existan más Matildes en la tierra, en su voz quemadura y sus cabellos, ahora canos y agitados por el viento apacible de su huerta.

 

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